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miércoles, 5 de octubre de 2011

Agalma. Así en los hombres como en Gardel

Los psicoanalistas, muy atinadamente, lo llaman “brillo”. Es una metáfora, abstracta por cierto, que hace lo que puede para agarrárselas con lo que parece quedar fuera del idioma. De lo literal. O, por lo menos, del DRAE. Ese chico tiene brillo. A esa nena le falta brillo. Lacan, un afamado neologista, fue a los griegos y encontró una palabra mágica. Agalma. Para los griegos, “agalma” designaba un conjunto de objetos preciosos y brillantes. El vellocino de oro, pongamos por caso. Pero más allá del contenido técnico o teórico que este concepto haya ido sedimentando para el psicoanálisis lacaniano,  nosotros, hijos de vecino, nos quedaremos con el sentido griego del término: brillante, precioso, valioso.
     Pero qué quiere decir que un determinado sujeto posea brillo. El brillo, digamos, es una yapa del cuerpo, algo que no está en la carne pero sí en la persona. Un plus que trasciende lo anatómico, lo visible, lo verificable y entra en otra dimensión, o en otro territorio, para no sonar tan metafísicos, que, quizá por falta de alcance de nuestro entendimiento, de nuestra inteligencia o de nuestro entender, quiero decir, se nos escapa, huye de la ciencia, del laboratorio, del consultorio médico, le saca la lengua a la lógica y se contenta con ser lo que es: fenómeno, presencia, existencia pura, ser.  
     Brillo: sustancia evidente aunque no visible que envuelve a ciertos sujetos. Cosa etérea que le sobra al cuerpo. Radiación más allá de la carne. Investidura. Resplandor. Luz que no ilumina pero alumbra.
     En clave oriental creo que llevaría el nombre de “aura”, pero este concepto tiene la desventaja, a mis propósitos, de que va asociado a una constelación de otras ideas relacionadas de las que no quiero hacerme cargo y, también, por qué no decirlo, en las que mi occidentalidad me prohíbe creer. En el glosario cristiano encontramos la palabra “ángel”. Entonces la fórmula se transforma en tener o no tener “ángel”. Quizá conserve, ángel, recuerdos de un pasado sacro, pero ya quiere decir otra cosa. Una interesante variante para la metáfora del brillo.
     Un actor conocido, argentino, decía aspirar, como actor, a lograr algo que iba más allá de la buena técnica o la práctica actoral. “Algo”, decía, que poseían ciertos actores y que los hacía diferentes, que los destacaba del resto: y nombraba a Brando, a Ulises Dumont, Daniel Auteil, etc. “Algo” decía, un “plus”, un agregado que, en gran parte se traía, genético, heredado o involuntariamente contraído, digamos, y a lo que en parte se llegaba, se lograba, se alcazaba, no sé cómo. Nuevamente. Brillo: espacio flotante que circunda a un hombre. Secreciones intangibles de un organismo. Floración que distingue. Inmanejable fervor. Destellos de un ser vivo.
      Ahora bien. Ese “brillo”, ese ángel“, ese “algo”, eso, en definitiva, agalmático, es también, y ahí es donde vamos, susceptible de darnos una mano al momento de “entender” una obra de arte. (O al menos los sacudones de nuestro cuerpo). Están las obras interesantes, están las bellas, están las vanguardistas, las conmovedoras..., pero están también las que, quizá además de lo anterior, brillan. Las que se trascienden a sí mismas, las que destellan, irradian, propagan, proyectan... luz. O algo así. Son las telas, los libros, los audiovisuales, una de cuyas aristas queda siempre fuera del análisis, del sistema, uno de cuyos vértices no entra, no sale en la foto.
     Quizá, se me ocurre, sean esas las obras que perduran. No cien años, mil. Por supuesto, más allá de contingencias históricas mucho más terrenales y voluntarias e interesadas que ya otros se han encargado de entender y explicar, conveniente y justamente. Pero permítanme el romanticismo, si se quiere, la ingenuidad, dirán algunos, de creer que hay algo que pasa por la banquina del idioma, y por lo tanto del intelecto, que obedece a lo ingobernable, que se muestra por la ausencia.
     Brillo, entonces: átomos sin rey, sin amo, constituidos por materia similar a la del tiempo. Virtud que hace durar. Satélite natural de las obras que encantan, que hechizan. Protección impagable contra los estragos del tiempo. Inmunidad contra el lenguaje de los hombres. Más profano que sagrado, seguramente, pero, acaso, no del todo terrenal. Brillo, agalma: involuntaria magia que desborda. Otredad constitutiva de las cosas.  Inmanente alteridad. Sombra lumínica del Quijote. Íntima ajenidad de Miguel Ángel. Secreta lámpara de Gardel.





2 comentarios:

  1. Grande, Cristian Vitale. Una maravilla sumergirse en tus textos. Muchas gracias, Norma

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  2. ¡Genial!
    Como todos tus textos: sacudones neuronales, y disfrute.
    Muy bueno eso de "Lacan, un afamado neologista...".
    Abrazo, paisano.

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