"Vine a Comala porque me dijeron
que aquí vivía mi padre"
que aquí vivía mi padre"
Juan Rulfo; Pedro Páramo
Empecé a escribir una mañana de Pehuajó, soleada, sobre un acolchado inolvidablemente amarillo, rugoso, en medio, repito, en medio de un desesperado y caudaloso llanto. Me inventé un lector. Apunté alto me acuerdo. Era Dios. Escribí confesionalmente, desaforadamente, no importa si mal, un dolor que, según comprobaba, la escritura conjuraba. El llanto y la escritura terminaron juntos. Diez o quince minutos después. Yo tenía pocos años, pero no tan pocos. Entonces sospeché quizá la primera tragedia de mi vida. Si el llanto me da la escritura y la escritura me quita el llanto, la figura que me dibuja lleva forma de círculo. Y el círculo es una geometría cerrada. ¿Sería preciso el dolor para invocar la escritura? ¿La escritura sería el final del dolor, es decir de la escritura? ¿Los círculos eran renovables? ¿O era pues un suicidio de la propia escritura?
Por mucho tiempo no lo supe. Porque cada vez que quise descartar esa idea por romántica o infantil, recordé que el llanto es el nombre genérico de una pulsión que no por tener varios nombres ni carecer de humedad desmiente su origen de llanto. Sí, es el llanto el padre de la escritura. Y el nuestro también. Porque este texto, por piedad o pudor, por no escribirse como aquel primer texto, quizá mal, no quiso comenzar de la siguiente manera. Empecé a escribir porque buscaba a mi padre.
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