a Daniel Freidenberg
Amaneció preso. Líneas verticales de hierro negro rayaban los guardapolvos blancos de los guardiacárceles. Se ve que llovía porque la palabra fue difusa bajo un cielo de chapa doblada. Y había olor a una vieja tormenta. Y era más alto cada vez que se sentaba en las barras de madera del suelo. No escuchaba que de afuera le pedían perdón. Olía la rabia y la desolación pero no sabía de dónde le venía ese perfume. Estaba atado. Se dio cuenta cuando quiso escribir una cruz roja en la pared. No pudo marcar los días. Fue siempre un lunes a la mañana. O un domingo a la tarde. Y llovió mientras estuvo. Se dio cuenta porque tuvo frío y humedad en los dedos apretados de los pies. De afuera los hombres blancos rayados de negro lo cuidaban. Supo así que era un hombre peligroso. Temió por los guardiacárceles que eran fuertes y altos. Tenían un gesto de debilidad o amistad ontológica en sus músculos de acero. La cárcel se incendiaba. Lo supo por los gritos inaudibles que pedían socorro. Por el silencio lo supo. El humo lo confirmó. Los guardapolvos bien mirados eran grises y negros ahora. Y llovía. Estaba desnudo. Lo supo por su posición cada vez más infantil, más ventral. Estaba solo y lejos. Y llovía siempre. Lo supo porque las palabras de sus amigos altos y fuertes quedaban desarticuladas y mojadas al borde de las rejas verticales. Con gesto de auxilio. Con las manos agarradas a las rejas. No escuchaba que de afuera le pedían perdón. Y agua. Un vaso de agua.
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