Un clásico, nos lo hemos preguntado ya tantas veces, un
clásico es un libro que, de no haberlo leído aún, “nos falta”. Un clásico,
entonces, es, o tiene capacidad de serlo, una “deuda”. Una deuda que se paga,
dicho en palabras de otro clásico, con “previo fervor”, pero deuda al fin. Y lo
es porque es un mandato, un señalamiento cultural.
Leer un clásico en público, digo, leer un clásico en privado
pero en público, a saber, en el asiento de un colectivo, en la sala de espera
del doctor, en un bar, pongamos por caso, en cierto modo es un escándalo, y lo
es porque subyace en el acto una confesión. La confesión de una deuda, la siempre
tardía expiación de una culpa.
Y digo estas cosas y pienso que no exagero tanto. Y pienso
entonces en lo poderoso que puede llegar a ser un mandato cultural, un
reglamento social, una Ley.
Porque un clásico es ese libro que todo el mundo da por
leído, aún cuando no todo el mundo lo ha leído. Estar en situación de lectura
de un clásico, por ende, pongamos por caso para los argentinos, el Martín Fierro, es estar en falta, o,
mejor, estar en la falta. La situación es compleja. El lector está menos
leyendo que salvando una grieta, atravesando un vado.
Quizá con las “novedades” librescas pase otro tanto.
Alejandra Pizarnik, un clásico, dijo que no se preocupaba por las novedades
porque simplemente le gustaba la literatura. ¿Podremos decir lo mismo de un
clásico?
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