Yo era chico cuando ocurrió esto que ahora cuento. Recuerdo
que agarré el camino de siempre y fui al paso lento bajo el sol inolvidable de
febrero. La sombra del caballo alargado por mi sombra nos seguía sin ansiedad. Pasé,
recuerdo, por la casa del peón y le grité por las dudas, aunque lo más probable
era que a esa hora ya durmiera. Lo llamaba la siesta a Pepe. El alazán manchado
que montaba tenía algunos puntitos de sudor ya en la parte en donde empiezan a
caer, lacias, las crines. Pero no se quejaba. El campo, en derredor, yacía. Es
probable que en el monte no haya habido ningún pájaro sobre el silencio. Recuerdo
incesante el camino. El caballo conocía
el rumbo a la única tranquera. Estaba medio abierta y entré. Desaté el caballo
después de bajarme. Los árboles, en derredor, sumaban verde. Presumo que me
acomodé el cuerpo para caminar, ahora, sin el caballo. Debo haber preparado un
mate. Luego es probable que me haya quedado pensando, poco a poco, en alguna cosa.
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