A todas las virtudes que se le puedan encontrar a la obra de
Julio Cortázar, inherentes a ella, no deberíamos de olvidarnos demasiado de
adjuntarle la que sigue, a saber, haber escrito, transparentándola, tras la
sombra incorruptible de Borges.
Si uno lee la literatura argentina sin prescindir de fechas,
de espacios y de tiempos, entonces uno palpará una línea en la que aparecen,
nada menos, Ficciones (1944) y El
Aleph (1949), dos de los libros más celebrados, con justicia, de la
literatura argentina, y, en el año 51, como por un escamoteo de
prestidigitación, Bestiario, de un no
tan joven Julio Cortázar.
Si uno hiciera el ejercicio de leer esos tres libros en ese orden
y de corrido, vería que de Borges a Cortázar hay un abismo. Los une la
seducción de lo fantástico, pero apenas eso, y ni siquiera lo trabajan del
mismo modo.
Salimos de la filosofía narrada, increíble, inmejorable de
Borges y entramos en un mundo en donde una casa es tomada misteriosamente por
seres anónimos, donde un hombre vomita intempestivamente conejos, donde un
tigre se pasea sin vértigo por el seno de una casa con niños, donde una mujer
parece volver del cielo, o entrar en él, en una milonga de los 40.
Y todo esto con un lenguaje que nos aleja de la sintaxis aséptica
de Borges, de la erudición, de sus simetrías y de sus mundos a todo ajenos. No
debe haber sido fácil crear un mundo, y un modo de contarlo, a la sombra,
inevitablemente, de ese imperio que ya daba señales de indestructible o eterno.
Y fue Cortázar, según entiendo, el responsable de abrir esas
otras puertas a nuestra literatura y a otras. Esto, según se mire, no lo hace
ni mejor ni peor que otros, pero parece por lo menos injusto ignorarlo. Para
otro momento quedará la indagación más detallada de otros libros y de otros
autores, pero en este texto homenaje, no quería dejar de pasar esta valla
sorteada por Julio. La de haber nacido en la circunstancia histórica de modo
tal de que su pasada generación haya estado marcada nada menos que por Jorge
Luis Borges.
Cortázar creó mundos. Creó modos propios de verlos. Creó una
prosa. Creó un modo distinto de lo fantástico. Creó seres que no existían,
frases que no existían.
La literatura de Borges produjo lectores, produjo formas de
leer, produjo formas célebres del idioma castellano, en fin, toda una ideología
de la literatura y del idioma. Cortázar, a mi juicio, fue el primero en
animarse, estrepitosamente pero sin barullo, a producir otra cosa. Y lo increíble
es que lo hizo con continuidad y con belleza. Porque su ruptura nunca se
desentendió de lo hermoso. Fue así que nació la Maga, El perseguidor, Todos los
fuegos el fuego, los Cronopios y los Famas.
Cortázar fue, o ha pasado a ser, la encarnación, como lo
serán luego Puig y otros, de un modo propio de mirar el mundo y del coraje de la
coherencia. Su obra es vasta y por momentos despareja. Pero siempre
reconocible. Nunca Cortázar dejó de ser cortazariano. Y eso no debería ser un
dato menor.
Cuando nace un gran escritor, parece, aunque momentáneamente,
que han muerto otros. Y eso nos pasa cuando leemos a Julio Cortázar.
Cristian: me gustaría subir este texto a la página https://www.facebook.com/JulioCortazarCronopio, con tu autorización. Cariños. Olga Liliana Reinoso
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