a quien un día me tomó del brazo
y me llevó a conocer el nombre de las plantas
Hace algún tiempo ya, he
comenzado el camino hacia un saber para el reconocimiento de nombres de flores y plantas.
Si bien lejos estoy de la pericia, ya puedo distinguir, casi sin margen de
error, un eucaliptus de un fresno, un tilo de un plátano, un lacito de amor de
un jazmín del cabo, una rosa de una cala.
Pero este saber, compruebo, esta
riqueza, trajo aparejado un empobrecimiento, a saber, el empobrecimiento de la
literatura. Al menos de aquella que, en algún momento, con mayor o menor
énfasis, con más o menos necesidad, las alude.
Ya no evocan, esos textos, un mundo ajeno y por tanto más brillante o
menos precario. Quiero decir, desde que conozco de qué se me habla cuando se
habla de madreselvas, ceibos o malvones, ya no es mágico el bosque ni el
jardín. La literatura, quiero decir, también vive de la ignorancia. O, dicho de
otra manera, cuanto más interesante es el mundo, más irrelevante es la
literatura. Al menos aquella que vive quizá excesivamente del mundo.
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