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lunes, 1 de marzo de 2021

Elegía II


 A la mañana llenar el cuenco de las manos de agua,

mirar después la fila de flores rosadas en los árboles de la avenida,

llevar la mirada, y en cierta manera la vida, luego,

hacia el cuadrado verde de la plaza, inverosímil casi de perfecta,

buscar adentro mío, después, mientras camino por la casa,

una buena diagonal para el alfil,

una columna despejada para la torre,

un lugar protegido para mi rey,

(juego con blancas siempre que pienso),

encontrar más tarde, en la guitarra, un sol menor desconocido,

que de algún modo vibra en las manos por primera vez,

aunque sea el de siempre,

más dulce, menos terreno, más próximo,

(anoche soñé con terceras, quintas y novenas, otra vez),

escuchar la música de los martillos a la vuelta,

(pienso en un hombre alto con bigotes en algún patio),

llevar la conciencia al agua caliente cuando llega a la garganta,

 ese goce diario,

detenerme después, como atraído,

en los juegos discontinuos de Eva y Ulises,

que se interesan de golpe, parecen divertidos,

y clausuran el juego después, sin pérdida, sin motivo,

(pienso en eso que desde adentro los hace jugar y detenerse, en ese motivo),

 advertir una vez más el placer voraz, impostergable,

 de nombrar las cosas que nos hacen cotidianos,

que nos hacen de este mundo

(superficiales, físicos, hermosos y reales),

en la manera verbal de hacer nuestro lo que no nos pertenece,

lo que no somos y sin embargo nos define,

nos hace presentes,

a la mañana, decía, llenar el cuenco de las manos de agua, y verla crecer,

mirar la fila de flores en los árboles de la avenida, después, como yéndose,

mirar la plaza, luego, tan verde y precisa como toda la ciudad,

llevar a la mente más tarde la belleza,

la maravilla inquieta de un tablero invisible de ajedrez,

todo eso,

¿es que no alcanza?,

¿no?,

¿de veras que no?,

¿no es cierto que no?


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