Dijo los pintados
pájaros y me quedé preguntando si el semioculto, pasajero rinconcito de un poema salva un
resto acaso indefendible. Siempre me lo he preguntado. No creo que él haya
previsto, visionario aún como era, mi alegría venidera. Porque lo dijo al
pasar, casi entre paréntesis lo dijo, como se arroja una piedra indistinta a un
río insensible y neutral. Menos lo puso que lo dejó. Pero lo dijo. Los pintados
pájaros dijo y siguió (saltó, se fue, se perdió, se olvidó) diciendo quién sabe
qué cosas acerca de la risa, creo, acerca de la infancia, intuyo, acerca de
otras cosas. Y me arregló la cara, los ojos difusos.
Soy injusto y lo
sé. Caprichoso. Pero cada uno muerde por donde le da la boca. Y yo me quedé con
ese mordisco sonso quizás, pero que se me vuelve poco a poco tan íntimo como un
recuerdo incompartido, como una noche reiniciada interminablemente en sueños. Soy injusto con su esfuerzo, lo sé, con su talento, con su esmero tal vez, su oficio o su espera. Pero ese trago me quedó. Los pájaros pintados.
No quiero saber por qué. No importa. Y no quiero que se me vaya. Ese costado
del whisky fue el que me mordió en la garganta.
A veces pienso,
sin embargo, si la poesía no es eso. Un mordisco ilógico en cualquier parte. Y
nosotros una boca abierta hacia el cielo cuando llueve. Me pregunto si la
poesía se lee, se mira, se observa o se ve. Que menos se lame que se muerde.
Que menos nos moja que nos mancha. Y que no seca. Los pintados pájaros, dijo Blake. Esa es la
cuestión. Quién sabe por qué. Quién sabe si mi poema fue el de él, el de otros,
el de todos. Sé que no. Sólo puedo decir una simpleza. Una verdad. Por un
momento largo cuya duración no quiero saber, un hombre se fue de mí. Y ya no
sabrá jamás si llovía.
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