El que tiene la concha gana, dijo alguien, y el juego empezó.
Era hermoso ver a tantos niños desparramados en aparente azar, en furia, corriendo,
deteniéndose, gritando, levantando los brazos, hablando, revolcándose en la
arena, arrojándosela, riendo, poniéndose bruscamente serios, entristeciéndose,
forcejeando, diciéndose cosas en las orejas, gesticulando con todo el cuerpo,
mostrándose, evitándose, siguiendo o quedando, difundiéndose sobre el sol de la
tarde, recortándose en el mar como sombras efímeras, agachándose y buscando, tocándose,
observándose los cuerpos, rozándose, sorprendiéndose de algo, aburriéndose,
emancipándose del suelo en un salto interminable o trunco, internándose en el
mar o en la arena, desfigurándose el cuerpo en contoneos de danza, bostezando,
durmiendo, buscándose entre todos, olvidándose, proyectando su sombra oblicua
en la arena o en el agua, dejándose llevar por un grito, provocando lluvias de
arena desgranada, llorando, perdiéndose en una lógica ardua, perfecta e
incomprensible.
El que tiene la
concha gana, dijo alguien, y el juego empezó. Poco a poco iban descifrándose
las primeras reglas. Algunas constantes: velocidades, distancias, detenciones,
gestos, cumplimiento de aparentes órdenes, escalafones, jerarquías, enojos,
alegrías, modificaciones. Poco a poco iban emergiendo regularidades del fondo
del juego en el que un grupo de niños y sombras progresivamente más largas en
la arena y en el agua consumían el tiempo, los deseos y los cuerpos.
El que tiene la
concha gana. Ese era el estribillo, lo único discernible en un mar de gritos y
ademanes intempestivos o calculados. Y el goce, la fiebre, el frío, la sombra y
la locura se subían a los cuerpos como un sol ajeno. El que tiene la concha
gana. Este grito lo dijo alguien, por última vez audible, por última vez
permitido por un viento largo e irrefrenable que fue cubriendo los cuerpos de
arena y petrificándolos. Por un sol que fue cediendo su espacio de luz a una oscuridad
abarcadora y ciega. El que tiene la concha gana. Y una boca, la última, se
lleno de arena y sombra. El grito salió apenas y acabó cerca sin ser escuchado.
En las orejas de todos los niños una piedra de arena negra los había dejado mudos,
ciegos y sordos.
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