Hubiera bastado observar la ínfima línea de luz azul, la opacidad
agrietada en el punto más bajo hace instantes linde inamovible entre el suelo y
el pie. Hubiera alcanzado descubrir la superficie cutánea rosada o marrón deslizarse
lentamente hacia un sitio ignorado pero ajeno o rebelde a la ley de gravitar.
Hubiera sido preciso nada más notar la lenta sombra de la planta de un pie
arrojada sin violencia o recién creada sobre el suelo en que recién reposaba o sólo
no existía. Hubiera sido necesario apenas mirar más grande luego y descubrir el
empeine venoso contornearse persiguiendo sin prisa un movimiento ligeramente antinatural. Hubiera sido suficiente observar el talón despegarse y ampliar la
franja de luz azul horizontal trazada y crecida entre el suelo y la planta del pie.
Hubiera bastado detenerse en los dedos postergados y ágiles ascender sin
esfuerzo ni prisa hacia un lugar descolgado del suelo contra el aire que no se
ve. Hubiera bastado nomás entender esa franja larga y blanca de luz, ese gradual
aleteo de la línea del arco, la curvatura siempre nueva de la luz, los dedos arqueados y ágiles,
el talón en ascenso, hubiera bastado para hacerse de una verdad hasta entonces insospechada. Imposible. El hombre había aprendido
a caminar.
Cuánto le falta aprender todavía para ser realmente hombre, o mejor: ser humano.
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