Eran las tres de la tarde, como siempre, y al sol lo tenía
de frente. Dibujándole, camino a su cara, una línea oblicua, apenas en descenso,
amarilla, cortada en su cara. Dio media vuelta. Ahora el sol le exigía su
sombra. Pendiente de sí mismo, ahora, caía un cuerpo negro, con sus dimensiones
relativas, prologadas, contra la lisura celeste y gris del asfalto. Se vio
triste, ambiguo. Lentamente, con algún asombro, descubrió la autonomía
progresiva del dibujo humano en el suelo. No se asustó. Más bien se fue a
recostar sin miedo debajo de unos árboles que lo conocieron. Su silueta azul,
verde o roja, según la cosa contra la que se refugiaba, fue seguida por
millones de ojos en todo el pueblo. La vieron asistir a cuanta fiesta se hizo
en su honor. La corrieron en vano. Le preguntaron y les mintió. Y no se la vio
más. Tiempo después fue a recostarse debajo de unos viejos árboles. Un hombre
que no la esperaba la sintió saltar como un perro sobre su cuerpo. Las
intenciones eran buenas. Pero era de noche, tarde, y el cuerpo se desvaneció.
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