El risible bufón Real consiguió, al fin, por parte del Gran
Sabio y Hechicero de la Corte, la concesión de las tres palabras que, bajo enfática
promesa de no usarlas jamás, había reclamado con larga insistencia durante tantos
años de vida nimia en el Palacio Real.
Esa misma noche,
previsiblemente, el accesorio bufón probó sus dones. El Rey, magnánimo, en su
magnífico lecho con dosel, quedó transformado, al cabo de la lenta elocución,
en un hermoso y blanco conejo dormido. A su lado, hermosa, dormía sin
sobresaltos una plácida liebre que acababa de ser Su Venerable Reina. Y en el Palacio
innumerable fue el tiempo de todos. Silentes ranas que fueron rígidos soldados,
hidalgos sapos que fueron Guardia Real, rumorosas ardillas y hasta patos
silbones que fueron Condes, Duques, altos Príncipes, que quién sabe si
conservaban en sus disminuidos cuerpos, de pie en la quieta laguna, los viejos
rasgos de Nobleza y vida Real.
El Gran Sabio y Hechicero
de la Corte no esperaba del todo la traición. Pero también a él, inmutable la
culta barba, le llegó. Su nueva especie fue denunciada por un breve pero
hiriente graznido de ganso que azotó levemente los oídos satisfechos del
risible bufón.
Y ahora sí, dijo
para sí el antiguo risible bufón de la Corte, mientras mudaba sus calzados de excesiva
punta corva por los enérgicos y puntuales zapatos de Su Majestad, ahora soy el
Rey indiscutible de esta granja.
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