Primero una declaración. Los dibujos que a continuación trazo
llevan, como sustrato justificatorio, una sospecha. Sospecha nacida y criada,
bueno es decirlo, en los barriales de las experiencias propias, en los
suburbios de referencias de próximos, en el desierto de intuiciones sobre
ajenos. A saber, la literatura como hija
de la conmoción. Explico.
Sobre esto han
hablado muchos, mucho y mejor, claro. Yo sólo invito a una precisión de
rebordes. A un deslinde y, por qué no, a un leve viraje de perspectiva. No
aplico, en el lugar donde digo conmoción,
la palabra experiencia. Tampoco la vaguedad
de sentimiento. Ni siquiera pensamiento. Aunque todo ello, estimo,
probablemente sea en alguna medida partícipe de la instancia creativa, también reparo
en que las más de las veces experiencia, sentimiento y pensamiento participan en
una suerte de trenzado que resulta en algo que, sin fundamentalismos, podríamos
llamar conmoción.
La experiencia en
sí misma, digamos, lo vivido, no posee, creo yo, vocación de representación.
Tampoco el sentimiento, que es, al parecer, un estado más que una manifestación, propone, demanda o exige un pase a la
verbalización. En cuanto al pensamiento, que sí suponemos fuente de innúmeras
páginas vinculadas al saber, a la reflexión, al análisis, por nombrar algunas
de sus formas, no, en cambio, resulta fácil de postular como fuerza propulsora
de la obra de creación.
La conmoción, en
cambio, es el resultado, la somatización de algunas de las tres nociones
anteriores. Defino la conmoción entonces como la reacción anímica, afectiva,
emotiva, ante la experiencia, el sentimiento, el pensamiento o ante algún
entrecruzamiento posible de estas tres ideas que anoto.
Dicho esto,
insisto. La obra creativa supone, a mi entender, una previa alteración ante lo
real. Real que puede estar hecho con la materia con que está hecho el
pensamiento, el recuerdo, el avistaje futuro, la premonición o el sueño; real
que puede estar hecho con los restos de la impresión, del análisis, del
sentimiento, del miedo; real que pueden ser, por supuesto, las cosas mismas.
Pero no es lo real, ni siquiera la impresión por él provocada, lo que mueve a
la transformación verbal (o cualquier otra, me animo a decir) de dicha cosa. La
persona física experimenta un afecto hacia eso que luego, con menor o mayor
éxito, traslada, transporta, o exporta (y no dije “traduce”) hacia la hoja. El
resultado es otra cosa, cuyo mayor o menor parecido con la cosa es sujeto de
otros apuntes, pero en el origen estuvo el sacudón, el resbalón producido por
lo real, la embestida interior que llamo aquí conmoción.
Claro que esto
poco tiene que ver con la inmediatez. Casi diría que poco o nada tiene que ver
con el tiempo. En todo caso, quizá sí con la memoria. Se me ocurre que la idea
de conmoción tiene su extensión por el lado del recuerdo o del almacenamiento
de ese recuerdo. El escritor no escribe, no necesariamente escribe, bajo los
efectos del aguijón anímico. Sí, creo, merced a la reorganización compleja de
él.
Creo, entonces, que
la literatura puede leerse no sólo como una muestra más o menos fiel de lo
real, como una recreación más o menos lujosa de una experiencia, como una revelación
más o menos clara de una verdad, sino como una organización, más o menos
ajustada, de una reacción hacia, para o contra, lo que llamamos, para
simplificar, mundo.
Con lo cual una
historia de la literatura es una historia de esa tensión, de esa aspereza, de
esa subjetivización entre pasiva y activa del mundo. Leer de este modo la
literatura es leer una historia del hombre en vinculación gozosa, dolorosa o
tibia con el orbe que lo contiene. La historia de la literatura, digo, sería
una historia de la alteración ante el mundo, una historia de esa inocente
respuesta a hacia eso que muchas veces, pero muchas veces, es la literatura
misma.
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