a Fabián Montagna
a Marcelo Pradells
a Loreley Baumman
Creo, lo confieso, en casi todos los mitos. Sobre todo en los de origen griego. Supongo que debe ser por su hermosura. Alguna vez alguien me dijo que el arte debía ser convincente. Yo también creo en eso. Vaya a saber de qué se convence uno, pero si el arte no se pone firme en algún lugar y nos hace cómplices de su verdad, el arte, creo yo, muere pronto. Por eso digo que mi fe en los mitos se sostiene en su hermosura. Pensemos si no en esa imagen de un hombre arrastrando cuesta arriba, sudoroso y fuerte, una piedra cuyo destino será la caída brutal, nada más alcance la cima de la montaña que remonta. Y en la repetición eterna piensen, de esa imagen del esfuerzo inútil y la condena.
Pero hay otros mitos, otra acepción de la palabra “mito”, que significaría algo así como noticias tradicionalmente aceptadas de cuya constancia nadie sabe. En esa mitología soy más selectivo. Por ejemplo el mito de Flaubert. Creo, digamos, parcialmente en la noticia de ese escritor de Ruan que, día tras día, se sentaba a su mesa de trabajo, prolijamente, y no conseguía, a veces, más que un par de líneas al culminar la jornada. Digo, creo parcialmente en la experiencia particular y singular de un hombre que se tortura para encontrar una frase, una forma o una palabra que él considera justa o necesaria según sus propios patrones rítmicos, semánticos, morfológicos o semánticos.
Pero creo porque no tengo por qué no hacerlo y además porque no me importa tanto. Me importa, sí, Madame Bovary. Y cuando la releo no me acuerdo del mito de creación. Pero es a otro mito al que me quiero referir. Es el mito, no de un escritor torturado, sino al de el escritor torturado. Este mito me suena más sospechoso. Es la historia del escritor padeciente ante la hoja en blanco, sin futuro ni rastros de placer, posiblemente sin lectores ni dinero, condenado al estar sin goce.
Creo en la condena, eso si. Creo en que la escritura, en general después de años de ejercicio, se vuelve necesidad, adicción, deseo y hasta urgencia. Pero también creo, conforme pasan los años y descreo en la dicha pura, creo, decía, en la felicidad de esa respuesta a la urgencia, a la práctica de la condena. Sí, voy a decirlo, creo en la felicidad de la escritura.
Que hay esfuerzo, claro; que hay fracasos, por supuesto; que hay soledad, sí; que hay angustia, también; y podríamos seguir buscándole las penas. Pero hay algo más grande que todo eso y que a cada uno le pasará por donde le pase. Hay una dicha en el uso de la palabra, en esa manipulación, en la fugacidad de la pericia, en el espejismo del decir, en la ficción de la alquimia, en la presunción esporádica de la belleza.
No, no creo en el mito de Flaubert. Me gusta más el de las hamacas. El del esfuerzo inútil pero gozoso, en la gracia absurda del subir y bajar, en la escalada ardua y llena de viento creciente, en el movimiento aplicado y dichoso de los pies, en la posición inclinada, incómoda del cuerpo para ir arriba, en el esmero de remontar, en la caída, en el quedar atrás, en el no ir a ningún lado, en el sudor, en la descoordinación de las piezas en juego, en el juego, creo, eso, en lo absurdo de entrar un poco a gatas, un poco a tientas, en ese vértigo del juego volador.
La vida es una herida absurda, dijo alguien. Quizá sea eso parte de la verdad. Podríamos decir que la poesía también es una herida absurda y quizá también esta afirmación llevaría algo de verdad. Pero se me hace, quizá aquí no hablo por nadie más que por mí, que la otra parte de la verdad por alguna razón inconfesable se nos escatima. ¿Sólo Sísifo es escritor?
Déjenme contarles un pequeño sueño. Anoche soñé con Flaubert. Iba en hamaca.
Escribir, el placer de jugar a ordenar las ideas con palabras, una realidad fascinante y un tema en voga. Recién tuve oportunidad de ver la película Anonymus (2011), una mirada distinta sobre el origen de las obras de Shakespeare, gran producción.
ResponderEliminarNos seguimos leyendo,
Gracias, Cristian.
Cariños.