A María Laura Fernández Berro
La prosa, hijo, es la parte seria del espejismo. La destilación posible de un goce único. La prosa es la infancia exacta filtrada por un tiempo frío e injusto. Una prisa de la hermosura. Un río adentro. Un viento fuerte. Una cascada. La prosa es un cálido desliz de la nieve por la hoja, una rapidez de miedos y sabores, una caña de bambú. La prosa aparece, hijo, no la vayas a buscar a la fronda porque crece en el desierto. La prosa llega, baja o sube, se manifiesta, es, el verbo ser es, la palabra todo. La prosa, hijo mío, no llora si no sufre, no grita si no se espanta, no se ríe si no puede. Es una mueca despedida de la bruma de una entraña. Es un vientre salido intacto de otro vientre. Un pozo para adentro. Una huella dejada por el pie. Y un pie enterrado bajo de la huella. No la corras, hijo, no le fuerces los ojos para que te pase la lengua por el aire. La prosa es una corrección de la palabra siempre. Una llaga del alma. Una ceguera. Un olor a hueso molido por el tiempo. La prosa, hijo, es un cuero de hombre con trinos de flauta. Y no canta, grita, vuela, aúlla, se embarra, ladra, gime, se agita, chilla, suda, llora, nada, se estira, tantea, frota, boquea, rabia. No le pidas prosa al cielo, hijo. La prosa llueve como un manto. Y se bebe. La prosa, hijo de siempre, hijo del espanto, de la rabia, de la niebla, del sueño, la prosa es un pájaro hermoso y carnicero escapado de un cuerpo de hombre que bate un parche sucio, eternamente, en la panza cansada de los burros.
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