a Leopoldo Dameno
La primera vez que anduve a caballo, lo recuerdo bien, fue ayer a la noche. Un paisano del pueblo me prestó el caballo o yo se lo robé, o vino solo, no recuerdo bien. Fue lindo andar entre la alfalfa negra, entre los girasoles negros, entre maizales negros, bajo una luna blanca. Me persigné antes de montar porque alguien tenía que ayudar a mi coraje y mi destreza. Me encomendé al caballo en una plegaria breve. Pero tuve pericia. Fue lindo sentir la boca del caballo entre las riendas, entre las manos. Yo había cabalgado mucho, si no recuero mal, desde que tenía dos años. Era un caballo alto y sin espuelas aquel. Yo era chiquito y rubio. Lo había sabido manejar. Monté y salí al paso, según comprobé años después en una foto. Pero anoche tuve una pericia que no tuve que usar. El caballo me entró en las manos y salimos por la noche del campo. Fuimos lento mientras él así lo quiso. Galopamos mientras fue su deseo. Frenamos cuando lo dispuso, e incluso, si no recuerdo mal, saltamos alambrados. Llegamos hace un rato y yo le rasqué las crines en señal de amistad y agradecimiento. El me lamió las manos. Si no recuerdo mal, me dijo que habíamos llegado a tiempo. Que habíamos sabido conducirnos. Y se fue solo, como había venido.
Gracias compañero, muchas gracias. Un gran honor.
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