En la garganta, luego, el agua caliente es una infancia inflamada y
dudosa
de la que nada sin embargo podría desmentir.
Un parque tenue y silencioso sembrado a regla por un paisajista francés,
un monte oscuro de frutas naranjas para estar escondido en
lo cierto,
un caballo de dos colores, alto, ladeándome en danza el hocico para
rehuir el bozal,
una tranquera con un semicírculo aplanado de hierro más para
abrir que para cerrar,
una tempestad de cotorras rabiosas o habladoras a media
tarde,
una sombra interminable, sin bordes, honda,
un relincho blanco y llamador,
una casa de tejas rojas con el campo, en silencio y pequeño,
adentro,
un alambre despreocupado, distendido y dormidor,
un cielo de palomas azules en las tejas,
y su voz sagrada, cóncava, que crecía en hondura con la
oscuridad,
un verano eterno en donde no se ponía el sol,
un imperio de gaviotas seguidoras tras las rejas generosas
de un tractor,
un abuelo engominado y recto bajo cuyas botas negras
más que la huella quedaba una orden y un rígido amor,
una mañana inmóvil en todos los rincones,
un tanque australiano para pasearnos los cuerpos desnudos bajo el agua circular,
un camino de árboles gentiles en reverencia,
un tanque australiano para pasearnos los cuerpos desnudos bajo el agua circular,
un camino de árboles gentiles en reverencia,
caballos largos y distancia,
nunca tanta distancia,
nunca tantos caballos,
y a la tardecita, un sol naranja, majestuoso, en previsto descenso,
que por más que espero sé que no volverá a ponerse ni a
salir.
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