Acaso nos hubiera gustado no haber visto aquella lenta gota
púrpura derramarse sobre el manto intacto, sereno y azul. Sin embargo, y apenas con asombro,
la vimos. Oímos, o imaginamos oír, con la serenidad de lo irreversible, el roce
sereno, suave y blando contra la superficie quieta y azul. Vimos, o imaginamos
ver, con lo vertiginoso de lo pausado y gradual, la morosa y aún breve
divulgación del líquido cárdeno sobre el tapiz indemne del gran paño azul.
Sentimos, o creímos sentir, con la antelación de lo consabido, el perfume denso
y agrio en ascenso hacia nuestra detenida perplejidad. La gota violácea, más allá
o más acá de nuestras voluntades, había sido derramada en la lámina azul y
honda que nos sostenía y rodeaba como una alfombra de Aladín. Nadie quiso saber, previsiblemente, nada
acerca de responsabilidades. Habíamos aprendido, con el tiempo, a creer en el
error o en la fatalidad de los límites. Habíamos llegado a comprender, con el
tiempo, que nada podían hacer allí el deseo o la desmemoria. Descreíamos ya del
castigo o de la culpa. Sabíamos o sospechábamos, no obstante, un futuro crecido
sobre aquel descuido, sobre aquella mala decisión del hombre, de dios, o de su
fatalidad. Intuíamos, tras de nuestras espaldas entregadas, la larga
diseminación, la futura grandeza de la insignificancia aparente de esa mancha lila fuerte de la tarde. Avizoráramos con disimulado espanto la lenta pero segura condena, por encima o
por debajo de una apariencia falsa de nimiedad. Éramos enteramente consientes del
gradual y desurgido dominio del rojo violeta sobre el lánguido azul. Lo supimos tanto,
que el silencio sucesivo no precisó de orden, pacto, ni advertencia. Solo, como
un viento, cargado y sólido, sobrevino. Estuvimos todos callados y pensativos. Sentados
sobre cubierta. Con la espalda curva contra la borda. Debajo de nosotros presentíamos el avance demorado y monstruoso
del vino rojo sobre el agua. Vaticinábamos, cuerpo adentro, el desteñido
inevitable de las primeras olas, el progreso amoratado, violáceo, púrpura, de
la corriente contra las primeras islas, el choque acompasado y violento contra
las últimas rompientes, la marcha torrencial e implacable hacia las
profundidades, el recorrido sin vacilación hacia todo resto puro de azul, la
incontinencia violácea, finalmente, sin resquicios, sobre los siete mares, o sea,
da igual, sobre el único y lúbrico mar.
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