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jueves, 17 de enero de 2013

Las fuerzas extrañas


En un monte chaqueño, un hombre con la espalda semicurva y la vejez apresurada por la barba y el cansancio no piensa, no necesita pensar que su gesto de bajar ese trozo casi triangular de hierro afilado contra el árbol recién caído puede ser el primero de tantos gestos, no tan artesanales quizá, no tan transpirados, que culminen en el principio de quietud de este texto que, detrás de un ordenador, escribo.
     Y hablo de principio de quietud porque el libro impreso me sigue pareciendo un gesto contracultural frente a un insistente mandato social, empresarial y mundial a favor de la compulsión del movimiento. Es que el apuro, la movilidad, la dinámica pasó a ser una exigencia, una medida de valor, de utilidad. Aunque uno no sepa bien por qué, ni, por supuesto, porque aquí radica la eficacia, quién lo mueve. “No tengo mucho que hacer/ pero siempre ando apurado”, canta un flamante separado moderno en una canción que canta Jairo.
     Todo se mueve. La quietud no existe. Eso nos enseñan y parece, según explica la ciencia, que eso es verdad. Pero del movimiento constante, funcional y orgánico de un protón o de un quantum al movimiento regalado de miles de cabezas indecisas en el dédalo imposible de un shopping hípercalculado hay una diferencia. La diferencia, al menos una, se llama capitalismo.
     Pero sé menos de capitales que de literatura (aunque me permito sospechar entre ellas, puertas adentro, alguna callada y profunda incomodidad) y es de esto último que quiero hablar.
     Habemos algunos dinosaurios civiles que aún estamos anclados en una convicción o creencia forjada en el pasado: es sobre el valor de lo que un poco vagamente nos gusta seguir llamando literatura. Suponemos, sobre todo, que la literatura posee un potencial nada despreciable en relación a la producción de discursos complejos, polifónicos, intertextuales, polisémicos, densos, del cual el resto de los discursos sociales (me restrinjo a los escritos), en reglas generales, carece. Y una de las condiciones de posibilidad que permiten a un lector acceder a esa densidad, o incluso contribuir de manera decisiva a generar, es la situación de relativa quietud en la que se abordan unos cuantos pedazos pegados de papel.
     Y uno podría decir lo mismo respecto de un texto leído en la red. Sin embargo, y acá no me queda otra que recurrir a la única experiencia que tengo a mano que es la propia, la red es, si no por definición, sí por diagramación o uso, de un vértigo que abismaría a cualquier corredor de los cien metros llanos.
     La red conjura de manera impecable tanto el vacío (la pausa, el silencio, un lugarcito para la nada) como la inmovilidad. En los sitios web, en las redes sociales, en las casillas de correo, en los blogs, todo se mueve, todo se traslada, se corre, se esfuma, cuando no muere.
     Uno podría decir que un intermedio entre la web y el papel es la pantalla, el libro digital, los textos en archivos en programas procesadores de textos. Y en cierto sentido es verdad. Uno siente, cuando lee en pantalla sin conexión que el apremio es menor, que la exigencia de rápido vuelo se atenúa, sí, mengua, pero no desaparece. Porque detrás de toda pantalla, hoy, campea internet. Detrás del texto están, como en acecho, ese hormigueo, como en demanda perpetua, los símbolos de la moderna y paradójica “navegación”. 
     No me permitiré caer en la utopía del pasado. Tampoco en la fascinación del presente. La ceremonia del libro nos desata, relativamente, del ritmo impuesto, del apuro ajeno (que no es de nadie, si de personas reales hablamos), del deseo de otros. El libro nos libera provisoriamente de la inmediatez, de la inmadurez de las palabras, de los frutos verdes del hacer por hacer, porque hay que hacer.
     Quiero decir, en nuestras decrecidas ansiedades de épica, el gesto que comenzó en el Chaco y el acero puede culminar en una pequeña mueca contracultural. La lectura del papel. Esa que admite aún el cansancio y la voracidad, la demora y la premura, la anticipación y la dilación, propias. Ajenos a las fuerzas extrañas.
     Perdón. Voy a ser inmoderado. Hay lugar en el libro. El libro nos permite.


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