En un monte chaqueño, un hombre
con la espalda semicurva y la vejez apresurada por la barba y el cansancio no
piensa, no necesita pensar que su gesto de bajar ese trozo casi triangular de
hierro afilado contra el árbol recién caído puede ser el primero de tantos
gestos, no tan artesanales quizá, no tan transpirados, que culminen en el principio
de quietud de este texto que, detrás de un ordenador, escribo.
Y hablo de principio de quietud porque el
libro impreso me sigue pareciendo un gesto contracultural frente a un
insistente mandato social, empresarial y mundial a favor de la compulsión del
movimiento. Es que el apuro, la movilidad, la dinámica pasó a ser una
exigencia, una medida de valor, de utilidad. Aunque uno no sepa bien por qué,
ni, por supuesto, porque aquí radica la eficacia, quién lo mueve. “No tengo
mucho que hacer/ pero siempre ando apurado”, canta un flamante separado moderno
en una canción que canta Jairo.
Todo se mueve. La quietud no existe. Eso
nos enseñan y parece, según explica la ciencia, que eso es verdad. Pero del
movimiento constante, funcional y orgánico de un protón o de un quantum al
movimiento regalado de miles de cabezas indecisas en el dédalo imposible de un
shopping hípercalculado hay una diferencia. La diferencia, al menos una, se
llama capitalismo.
Pero sé menos de capitales que de
literatura (aunque me permito sospechar entre ellas, puertas adentro, alguna
callada y profunda incomodidad) y es de esto último que quiero hablar.
Habemos algunos dinosaurios civiles que aún
estamos anclados en una convicción o creencia forjada en el pasado: es sobre el
valor de lo que un poco vagamente nos gusta seguir llamando literatura.
Suponemos, sobre todo, que la literatura posee un potencial nada despreciable
en relación a la producción de discursos complejos, polifónicos,
intertextuales, polisémicos, densos, del cual el resto de los discursos
sociales (me restrinjo a los escritos), en reglas generales, carece. Y una de
las condiciones de posibilidad que permiten a un lector acceder a esa densidad,
o incluso contribuir de manera decisiva a generar, es la situación de relativa quietud
en la que se abordan unos cuantos pedazos pegados de papel.
Y uno podría decir lo mismo respecto de un
texto leído en la red. Sin embargo, y acá no me queda otra que recurrir a la única
experiencia que tengo a mano que es la propia, la red es, si no por definición,
sí por diagramación o uso, de un vértigo que abismaría a cualquier corredor de
los cien metros llanos.
La red conjura de manera impecable tanto
el vacío (la pausa, el silencio, un lugarcito para la nada) como la
inmovilidad. En los sitios web, en las redes sociales, en las casillas de
correo, en los blogs, todo se mueve, todo se traslada, se corre, se esfuma,
cuando no muere.
Uno podría decir que un intermedio entre
la web y el papel es la pantalla, el libro digital, los textos en archivos en
programas procesadores de textos. Y en cierto sentido es verdad. Uno siente,
cuando lee en pantalla sin conexión que el apremio es menor, que la exigencia
de rápido vuelo se atenúa, sí, mengua, pero no desaparece. Porque detrás de
toda pantalla, hoy, campea internet. Detrás del texto están, como en acecho, ese hormigueo, como en demanda perpetua, los símbolos de la moderna y paradójica “navegación”.
No me permitiré caer en la utopía del
pasado. Tampoco en la fascinación del presente. La ceremonia del libro nos
desata, relativamente, del ritmo impuesto, del apuro ajeno (que no es de nadie,
si de personas reales hablamos), del deseo de otros. El libro nos libera
provisoriamente de la inmediatez, de la inmadurez de las palabras, de los
frutos verdes del hacer por hacer, porque hay que hacer.
Quiero decir, en nuestras decrecidas
ansiedades de épica, el gesto que comenzó en el Chaco y el acero puede culminar
en una pequeña mueca contracultural. La lectura del papel. Esa que admite aún
el cansancio y la voracidad, la demora y la premura, la anticipación y la
dilación, propias. Ajenos a las fuerzas extrañas.
Perdón. Voy a ser inmoderado. Hay lugar en
el libro. El libro nos permite.
Su Excelencia, este texto es excelente. ¿Puedo subirlo a mi muro?
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