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lunes, 3 de marzo de 2014

Breve improvisación sobre un tema de Jorge Aulicino


Así como al pasar, como hablan quienes no carecen de ideas, Jorge Aulicino me dijo alguna vez algo así como que la felicidad de la escritura está en la trascendencia de sí mismo. No en la trascendencia a secas, sino en algo a la vez más terrenal y más maravilloso, más mágico. La íntima sensación de que lo que hemos escrito no nos pertenece. La escritura ha funcionado como un trampolín hacia fuera de nuestra mismidad. Hemos saltado por encima de nosotros mismos. Somos, en ese poema, esa línea, ese párrafo, los expatriados, los diferentes, los irreconocibles. Ese es el lugar de la magia. El lugar del escamoteo de nuestra harta subjetividad que nos demuele y pesa. De algún modo aquí se juega una paradoja. Dar lo mejor de sí sería dar otra cosa que  nosotros mismos no somos, o, por lo menos, no nuestra versión más cotidiana y primaria. Quizá la idea de Aulicino tenga más sentido para aquellos que alguna vez han sospechado, o sentido, en la práctica de su oficio, ese despegue. Quizá también este salto-de-sí no sea privativo de eso que un poco automáticamente llamamos arte, pero le sospecho a la actividad artística una mayor vocación por esos buceos que, de tan adentro, ya están  desbordados, ya viven afuera. Esto en parte es una fe, claro. Pero qué otro argumento nos queda.

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