Un texto propone sentidos, no los determina ni los clausura, pero los propone. En la medida en que la subjetividad lectora acepte la propuesta, en la medida en que juegue un juego que al que el texto invita, pero a su manera, entonces la lectura se parecerá cada vez más, en un sentido de la palabra, a la palabra escritura.
Cuanta más subjetividad comprometida del lector esté involucrada en el texto con el que se compromete, menos el texto ordena y más sugiere. Las dos subjetividades, la del texto y la del lector, entrarán en una suerte de pugna más o menos pacífica según los casos en donde una se impondrá a la otra en mayor o menos grado.
Un lector pasivo entra a un texto con idea de recoger signos y de acatar una autoridad, la textual, que él mismo, sin saberlo, está sosteniendo o incluso fundando. Un lector más autónomo le negará, en menor o mayor grado, también según los casos, una autoridad monopólica al texto para intentar imponerle él sus íntimos sentidos.
Es en este último caso en que la palabra lectura y la palabra escritura no son antitéticas. El lector, a su vez que es leído por el texto, y quizá por eso mismo, lo escribe, lo reescribe o lo inventa. Pero una lectura aceptable, desde mi punto de vista, es aquella que, si bien juega a su modo, respeta las reglas del juego, es decir las reglas del texto. Reglas lingüísticas, reglas históricas, histórico-literarias, reglas co-textuales, reglas contextuales, etc.
Así como escribir un soneto es hacer un invento reglado, también leer creativamente es una escritura reglada. No puede el lector anteponerse al texto. Habrá una lucha de subjetividades, pero un buen lector no antepone sus deseos a los del texto. De ser así, quizá sería un gran inventor, pero nada que lo vincule al texto. Y alguien desvinculado del texto no puede ni tendría por qué llamarse lector.
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