La prosa es un estado, hijo. Un vacío previo. Una catástrofe ocurrida en la nimiedad de tu prehistoria. La prosa es una posición del cuerpo para hacerle frente a nuestra espalda. Un barro blanco es. Un muerto que no se resigna. Una sobrevida del olvido. Una calesita eterna con fuerza de caballos deshechos. La prosa es la fiebre de nuestra salud. Una temperatura insoportable que ignoran los médicos. La prosa, hijo, es un hecho incesante. Una fatalidad. Un padre que trabaja de hijo. Un dios que oficia de niño. Una ternura crónica. La prosa es un árbol que te vio nacer. Y que no verás caer. Una perversión que te justifica. Una muerte natural. Un incendio a temperatura ambiente. Hijo mío, la prosa te corroe y te crece. Te salva. Te hace sentir que nunca has sido hecho. Porque la prosa nos crea. Duele, hijo, la prosa duele. Es una desmesura. Un exceso de dioses. Una impiedad que no se nota. Una raíz que mira al cielo. Una sombra fetal. Una mala sangre. La prosa es una demanda del abismo. Una tracción hacia el charco sucio del deseo. Y moja. Claro, hijo, que moja. Como no va a mojar si está hecha de pena.
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