A Gabriel Báñez, herrero
En la sombra sudorosa del galpón veo a mi abuelo confrontando su idea de perfección con el eje de rueda de sulky que acaba de terminar. Pienso en el mar, me dijo. Con las manos ácidas y duras endereza la vara de hierro y la ubica en sentido vertical. Cierra un ojo para verla mejor. No parece adecuarse, ella, a la vara de hierro de su cabeza. Pienso en los peces que nadan en el mar, me dijo. Abundante, calmo, ceremonioso, tierno, da los tres o cuatro martillazos que cree necesarios para arrimar una vara de hierro a la otra. Vuelve a cerrar el mismo ojo y con la cara apenas inmóvil me enseña la disminución de su fracaso. No está contento, pero tampoco desesperado. Pienso en la simetría exacta de los giros de los peces en el mar, me dijo. Deja la vara de hierro sobre la mesa larga de madera llena de manchas de aceite y va hasta la rueda. Sin esfuerzo coloca su obra en la rueda y la hace girar sobre el suelo desparejo. No está triste pero tampoco se ilumina. Pienso en la geometría graciosa de los peces hermosos acomodando su cuerpo sin conflicto contra las aguas blandas del mar, dijo. La rueda estaba lista. Mi abuelo miraba la rueda y veía sólo la resta entre su vara de sueño y la vara que salió de sus manos. En esa grieta mínima se sostenía su vocación. Esa falla le sostenía la respiración. Sobre esa falta descansaba su sueño. Pienso en la perfección del giro, en la sutileza del movimiento, en la invisibilidad del esfuerzo, en la maestría del vuelo, me dijo. Vos viste que los peces no tienen sudor, me dijo. No entendí. Bajo sus pies enormes una hoja seca se inmovilizaba. Pero vos nunca fuiste al mar, abuelo, me atreví. Me sonrió. Tampoco fabrico peces, hijo.
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