A la señora de Pagela, lectora
Tenía tres clavos en la mano. Uno era para asegurar el banco del carro lechero cuyas ruedas acababa de reparar. Lo sabía bien. El otro era para colgar el cuadro de naturalezas muertas que mi abuela le venía solicitando por lo menos de cinco meses atrás. Eso también lo sabía. Pero el tercero. El tercer clavo era para algo, él lo sabía, pero no recordaba para qué. Hizo memoria. Fue inútil. Forzó su intelecto. Inútil. Bueno, se dijo, algo habrá que hacer, pues, con el tercer clavo. Lo que importa, pensó, es que nadie note su sin destino, su sinsentido, su sinrazón. Reforzó entonces su cara de convicción. Puso paso firme y recto hacia alguna parte. Al clavo lo alzó cual estandarte. Aligeró levemente el paso en señal de urgencia, de necesidad. Reforzó leve y gradualmente sus pisadas sobre el suelo desmedido del patio. Lo atravesó. Seguía sin saber. Sus huellas parecían cada vez más hondas y enfáticas al trasponer el gallinero y llegar al jardín. Su incertidumbre era ya insoportable y sentía que no podría tolerar mucho tiempo aquella farsa. Su serenidad por fuera fue creciendo en proporción inversa a su desesperación por dentro. La casa se le terminaba y él seguía desconociendo el destino del tercer clavo. Lo elevó en el aire. No detuvo nunca su camino. Jamás perdió la compostura. Caminó y caminó. No se frenó hasta no estar a un paso de distancia de la señora de Pagela. Allí se detuvo en seco. Sonrió levemente fatigado pero desenvuelto. Ahora sí que sabía. Tome señora. Acá tiene el clavo. Me demoré por las mismas razones de siempre. La señora se lo agradeció con devoción. Con algo de sentido epifánico. Mi abuelo se serenó definitivamente. Con la íntima paz de la tarea cumplida.
Bellísimo. No le sobran ni le faltan palabras en ese mecanismo de precisión que son tus relatos.
ResponderEliminarPienso en ese abuelo, qué personaje tan rico, tan interminable... Maravilloso, Cristian.