a Irene Meyer
La prosa, hijo mío, es un remedio hecho con savia. Una pócima hecha con yagas. Una fiebre rigurosa. Un jazmín que decolora, que mancha al otro lado de la hoja. La prosa es el ejercicio repetido del miedo que se oculta. Un rayo desgarrado desde el suelo hacia la nube. Un perro flaco en lozania. Un silbido hecho con junco. Un jilguero hecho con huellas. Un candor pintado a lava. La grita de la ausencia. La prosa, hijo, es un monumento cordial a la locura. Una melodía improvisada con tiempo. Una huella por delante. Un camino para adentro. Un lamido de sal. La prosa se desgasta si no roza. Se corroe si no busca. Se muere si no cree. No vayas a la prosa, hijo mío, a curarte de la muerte. La prosa es un veneno sin filtro que hace un tajo en la lastimadura. No vayas a la prosa, hijo, como a la arena. Como a un circo. Quedate en casa. Dormí en mí. Yo una vez probé la prosa. Y ya no pude salir.
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