A María Teresa Andruetto
Cerré la puerta detrás de mí. Tomé la hoja que había dejado. Después de mirarla decidí continuar el trazado. Dibujé un círculo en posición oblicua debajo de otro círculo en posición oblicua, en paralelo, figurando una banda semicerrada. Pasando a través de la banda una línea tenue descendía a penas. Por encima de la banda semicerrada quedaba otro círculo, este en sentido perpendicular a los anteriores, algo así como una cabeza humana vista de frente. La puerta había quedado mal cerrada, así que le di un leve tirón hasta oír el ruido a madera que me señalaba la soledad sin fisuras. Pude ver encima de la biblioteca los anteriores retratos de personas desconocidas que yo había titulado, superfluamente, “autorretratos”. Volví al papel. Una línea. Tres círculos. Uno completo y dos cortando el primero sin terminar de cerrarse como si fuera un lazo o algo así. Busqué en los cajones un lápiz rosa y le miré la punta desusada. Tuve sueño. En la pieza de arriba una voz cantaba una canción de amor. No la reconocí. El cuarto pequeño empezó a acusar el encierro y yo volví a tomar el lápiz negro. Cerré el primero de los círculos, el superior, y me quedé esperando alguna señal que no llegó. Volví a mirar la biblioteca de pino barnizado. Pensé que dentro de poco todos los libros podrían llamarse “autorretratos” y estar, como los cuadros, firmados por mí. El cuarto comenzó a parecerme cada vez más pequeño quizá como consecuencia de la progresiva falta de aire a causa del encierro y yo con el lápiz negro cerré el segundo círculo que junto al otro formaba la banda transversal, a modo de lazo, debajo del círculo primero cruzando la línea vertical, a modo de cuello. En la pieza de arriba una voz cantaba ahora una canción de cuna. No la reconocí. Con el lápiz rosa en la mano suspiré profundo y me concentré en el dibujo. Faltaban dos mínimas maniobras. Tendría que ser hábil. La inspiración llegó. Con un trazo lleno de convicción pinté la banda transversal de rosa. A la cabeza la pinté de rojo fuerte. Tuve que apurarme. En el cuarto faltaba el aire. Con el último aliento tomé el lápiz negro y titulé, debajo, mi último autorretrato. Geometrías lo llamé. Las geometrías, corregí.
Yo vi una mujer en el papel. ¿Por qué? El final fue tan, tan convincente que al terminar de leerlo exhalé un suspiro fin del agobio. Ay.
ResponderEliminar