Delante de sí pasaba la fauna de una felicidad evidente. Una escena simple de
felicidad evidente pasaba como flotando lento delante de sí. Y él era parte de esa
escena de felicidad evidente que no dejaba de pasar como una flor de panadero
perdido en un solar. Pero no. Algo, como siempre, algo, como siempre ese mismo
algo de siempre, ese mismo algo de nunca se interpuso entre la escena y su
máscara de actor. Y pasó de actor a cronista. A mero cronista de algo hermoso que
no ocurrió. A cronista de una ausencia, de una falla, de una grieta, de una
rajadura ancha abierta entre las cosas y las cosas puras de su cuerpo. Sintió
bronca. Asco de sí. ¿Era una misión absurda de Dios? ¿Era una venganza de antes
de él que lo confinaba a sacar eternamente la lengua para dejar pegadas las
sombras muertas de las mariposas? ¿Tan insulso puede ser el destino de un
hombre, un mero destino de narrador, de nombrador, de desterrado, de corrido? La
escena era evidente. La felicidad como un perfume insoslayable de mujer se le
escapó como a pocos. Increíblemente. Era casi imposible no sentir el calor que
despedía la simpleza de la escena. Pero no. Algo, un algo crónico ya, un algo
perverso ya, un algo insulso, una maldición eterna, lo despedía de la escena y
lo sentaba en una butaca a la sombra de todo para contar que una escena de
tremenda hermosura había pasado delante de sí y que había pasado al olvido detrás
de la niebla larga una lengua sin baba. Una sílaba sin saliva. Un pormenor inflado
de la vida. Un par de letras reunidas para que la carne buena huya intacta. Sin
dientes. Por qué coger debía ser la medida de todas las cosas, se preguntó,
recordando a su abuelo muerto. Por qué el abuelo escribía y no se sentaba a
coger. Por qué una lengua absurda, inocua, entumece los lugares en donde debían
posarse las manos. Por qué no terminar de una vez. Por qué no librarse. Y libar.
Y libar. Y libar.
Dolores del cronista que escribe por la falta, la ausencia,la maldita carencia que da a luz a la literatura.
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