El mundo aquel no estaba siendo de nadie observado. A nadie
interesaban los pormenores de ese desusado mundo sin nadie. Por allá se movía lentamente la
copa lánguida de un eucalipto, por acá se mecía apenas el agua sobria de un
estanque, o pasaba un pájaro, o silbaba un junco. A nadie concernían los vaivenes inertes de ese inaudito mundo. A nadie convocaban. Un camino largo de pasto y tierra en
el medio del campo yacía cercado sin pena ni orgullo por dos tiras de alambrados
flojos. Huellas ajenas presuponían acaso la existencia vieja de un periódico y módico pasado.
Para nadie bailaban las hojas. Para nadie sobraban los pastos. El agua que a
nadie espejaba. Enteramente solo en el mundo como un dios inédito y primero el
murmullo de la nada contra el viento era una ondulación tibia del aire que a nadie
llegaba ni de nadie regresaba. Una laguna quieta y un par de patos silbones. Un
cielo acostumbrado de sí y un sol cayendo siempre a lo lejos. Nubes desparejas. Un misterio
desierto que a nadie subyugaba. Una tierra baldía que para nadie se volaba. El
mundo ese de un polvo apenas levantado por un soplo apenas aventado de nadie renegaba,
a nadie celebraba. Un hombre solo lo imagina a la distancia. Lo presiente. Lo
escribe. Lo siente o lo sabe más real que las teclas que acierta, más real, más cierto que
las teclas que no alcanza. Y las yemas que lo aplastan.
Nadie te lee. Nadie te interpreta. A Nadie le gusta.
ResponderEliminarMi nombre es Nadie.