"Hay una tercera mano que escribe,
lejos de la derecha y de la izquierda,
una mano que las prescinde.”
En la hipotética y poco probable escena en la que un
psiquiatra preocupado por la salud mental de un joven de nombre Oliverio recurriera
a la realización de un test consistente en la realización de una descripción de
la playa de la ciudad que el joven y el doctor tienen en frente, pongamos por
caso, Mar del Plata en 1920, y el dibujo verbal resultante del paciente fuera,
pongamos por caso, el “Croquis en la arena” que aparece en los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía,
del tal Oliverio; si esta escena se produjera o se hubiera producido, digo,
seguramente el diagnóstico para el joven Oliverio sería la de una “percepción
esquizoide de la realidad”. No dirá el médico, pongamos por caso, González, que
Oliverio es un esquizofrénico, no, dirá, en cambio, sí, de manera más sutil,
que el joven porteño padece de una ligera tendencia a apartarse de la captación
habitual o natural de la realidad que observa y representa. Dirá, en suma, el
tal González, que su paciente manifiesta una conducta figurativa de tipo
esquizoide. Sobre todo cuando ve dados en las casas, dirá, velos de novias en
las redes de los pescadores, aprendizajes ambulatorios en las caminatas de
marineros borrachos, magia de palomas y magos en los campanarios.
Claro que de
manera algo menos manifiesta pero no menos significativa, cualquier González
podría diagnosticar de igual modo a casi toda la historia de la literatura, al
menos a casi toda la literatura que vale la pena. Dirá que si bien hay una
realidad inicial que se registra e interesa como tal, la ficción la manosea de
tal modo que la representación resultante es la de una deformación, es decir,
la de un más o menos intenso alejamiento de esa realidad disparadora. Claro que
esta distancia está medida respecto de otra percepción llamada “habitual” o “natural”
y que bien otros podrían llamar “cultural”, “histórica”, “mediada”, “construida”,
“naturalizada”, o meramente “ideológica”. El escritor mira por otras ventanas, dirán,
o al menos esa debiera de ser su ética.
Por eso decir que
la derecha escribe mejor que la izquierda o viceversa es decir la misma
inexactitud, la misma simpleza. Debiéramos decir, creo, que los mejores textos
están escritos, al menos parcialmente, por fuera, corridos o desfasados de
cualquier construcción de mundo que anteceda al hombre que mira y por lo tanto
al texto que resulta de esa mirada. Un escritor perfecto de izquierda sería
alguien que reproduce, que reitera la mirada que ilustran o avalan sus
principios. Es decir, un escritor prescindible. Lo mismo para la derecha. Y un
escritor no debiera tener principios, al menos en este sentido. Si el texto
resultante resulta más o menos funcional para alguna cosmovisión previa del
mundo, ese es otro asunto. Pero, en principio, el escritor debiera escribir (y
ver) libre del temor de ser subversivo a cualquier edificio ideológico
preconstruido del mundo.
Si González, en
vez de ser médico psiquiatra, fuera oftalmólogo, diría que el joven Oliverio
adolece de estrabismo, seguramente. Pero González es lo que es y Oliverio
también. Entre ellos, es cierto, hay una distancia, una grieta insalvable, una
distopía, un abismo. Se llama literatura.
coincido... no hay márgenes preestablecidos para lo que brota de la pluma de quien "siente" escribir.
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