Lejos del río abstracto y mental
de Heráclito, el río de María Laura tiembla, se hace barro, remo, sombra,
sangre, tierra. Lejos del río apático e insensible del griego, el río de María
Laura tiene todas las pasiones adentro. Sufre, goza, late, vibra, huye, duele,
se queja, ríe, huele. Lejos del río de Heráclito pero cerca, el río de María
Laura, quizá sobre todas las cosas, el río piensa. El río es una lengua de agua
que habla pero es también una lava roja que piensa. Y como el río de Heráclito,
el río de María Laura, su pensamiento, fluye, cambia, siempre, siempre ya es
otro.
Fundar un espacio, dijo alguien cuando aún
era joven, es también fundar una literatura. Y si bien la literatura de María
Laura ya había sido hermosamente fundada años atrás, restaba aún ponerle un
nombre, darle un color, un sitio a esa poética que, veíamos, se amasaba. Ese
nombre es el río. Perdón. Ese nombre es un río. El Río de la Plata , pero también, a no
dudarlo, el río de La Plata. Que
no es lo mismo. Porque si el libro se toma el trabajo, o el respiro, de dar los
nombres propios de una cultura, esos nombres son los de La Plata (la Gran Omisión debe ser leída
como homenaje). Las diagonales, las plazas, los museos y los jacarandaes
también.
Pero fundar un espacio, agregaría, es
también, si se sabe usar, como lo hizo Saer, como lo hizo Rulfo, como lo hace
María Laura, fundar un espacio, digo, es también fundar una lengua. La lengua
del río. Es buscarle a los terrones de mundo uno, uno que hable por mí, uno que
me piense. Y el río de María Laura habla. Transformándose habla. Haciéndose
metáfora de todo habla. El río-escritura, el río-genocidio, el río-aula, el
río-mujer. Todo es río. Todo es imperfecto, sucio y movedizo. Todo parece estar
y sin embargo. Todo parece quedarse y sin embargo. Todo parece moverse y sin
embargo.
Un río, un libro. Una novela que debe ser
incluida (leída a la luz) en la serie de novelas que piensan la dictadura, la
escritura, pero también una novela, y esta frase debería llevar tilde, que
debiera leerse en la serie de novelas que piensan la vida en el aula, en la
escuela quiero decir, y estas novelas no abundan. Una profesora joven aún que
no sabe qué hacer con sus clases pero hace, que descree de casi todo pero
enseña casi como un rezo, que querría mandar todo a la basura pero representa
una obra de teatro con sus alumnos y juega, y los junta. Como se ve: siempre
que hay agua espesa, hay un remo.
La
sangre derramada es la tercer obra de ficción de Fernández Berro. Hace unos
años nomás abría sus puertas con una novela sorprendente a la que llamó El camino de las hormigas (2005; De la
flor). Ya allí aparece otra metáfora de lo mismo que metaforiza el río: el
movimiento, la imposibilidad de fijar sentidos, la degradación como esencia, la
corrosión incesante como clima. Luego publicó un libro de prosas al que llamó Mujer que viene (2009; Al margen). El
movimiento, el devenir, no viene del todo, como vemos, pero se mueve, se
anuncia. En ese segundo libro brutal, Fernández Berro usó la tinta para dejarse
caer. Es su libro más bestial. Fue su respuesta al llamado de lo salvaje.
Hace poco apareció en las librerías una
nueva novela. Esta vez se llamó La sangre
derramada (2011; Babel), y ya sospechamos que este río que no es ni de Saer
ni de Heráclito, este río que nació más lúbrico que puro, más descastado (sin
casta ni castidad) que confortable, sospechamos que este río que nació con la
sensualidad de un cuerpo remando, con viento y deseo arriba, con muertos viejos
abajo, este río imperfecto que piensa, suponemos, digo, que este río que nos
nada, difícilmente deje ya caer las anclas.
Hermoso, profundo texto. Excelente presentación de la novela. Muy bueno.
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