Es el otoño imperdonable,
que viene y se lleva todo.
(María Elena Walsh)
Llamarlo fracaso, pienso, sería confundir los síntomas con la enfermedad, digo, la manzana con el árbol. Fracasar, si al menos queremos ser precisos, es caer, caer además desde cierta altura, recorrer con susto la verticalidad, emprender el descenso con estrépito, con ruido, incluso con asombro. Fracasar es faltar contingente, circunstancialmente a una altura previamente ganada. El fracaso es una pérdida, una resta que se duela. Una quita, una falla, un desarreglo, la parte baja, brusca, de un camino de altura. Llamarlo fracaso, entonces, parece, o bien una falta de precisión, o bien de honestidad, o bien, más aún, creo, de coraje para aceptar para sí un sitio desde el cual la caída es, físicamente, imposible. Lo que ocurrió aquella tarde fue tan evitable, tan contingente como la muerte, que viene sembrada en el cuerpo y que, podríamos decir, en gran medida es el cuerpo. Aquella tarde, por más que nos haya gustado recordarlo así, nada falló. Todo floreció como marca la naturaleza, con sus mecanismos de implacable relojería, como auspiciaba la genética, la misma que me llevó, con convicción de sonámbulo, aquella tarde hacia (porque no fue hasta) vos. Llamar a todo aquello un fracaso es la negación total de la fatalidad, de la marca ígnea que desde que recuerdo llevo grabada en el cuerpo, y que ambos conocimos de siempre. Es cierto. Podría no haber sido un lunes, podría haberse demorado hasta el martes o adelantarse hasta el sábado. Lo cierto es que el otoño no es un fracaso del verano. Es una fatalidad del tiempo que ocurre aunque se emigre o se duerma. No hagamos nacer de nuevo la esperanza. No llamemos caída a la mera germinación inocente de un pasado, en todo caso, si es que a algo necesitamos culpar, culpable. No me niegues. Entendeme sin hojas aún cuando me veas florecido. Aceptarme buenamente, sin lástima, las semillas que llevo en el cuerpo es quererme del todo o no quererme, es desconfiar de la leyenda boba de aquellos dos seres hermosos, nuevos, intactos y buenos, arrojados con culpa, con fracaso, del país inverosímil de las rosas perennes y los altos canteros.
Cristian, apenas soy una lectora desmedida y una persona que escribe con buenas ideas, pero tu narrativa tiene ritmo, belleza de imágenes, te leo con mucho placer "Entendeme sin hojas aún cuando me veas florecido". No sé que otra forma hay de decirlo en una imagen.
ResponderEliminarGracias, Inés. Sos la clase de lectores que uno prefiere. Saludos.
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