Desde lejos se puede oír mi nombre. Es que me llaman. Benito.
De cerca puedo ver los alambrados de libros que me desafían, que los guardan, a
ellos, que los encierran de mí. Me pusieron obedientemente el ambicioso nombre
de Benito y no hicieron mal. Mandaba la Ley. Se protegieron de mí y no hicieron mal. No
obstante, pobres, nunca dejaron de recordar que siempre me temieron. Pero ahora
puedo oír mi nombre, como un rezo, y puedo ver también la tranquera abierta, de
libros, y a mi madre buena que me adora, con comida para mí, su hijo el más
pequeño, su amor promesa soy yo. Mi padre ha intentado de todo para salvarse de
mí, pobre, pero murió antes. Mis hermanos lo mismo. Bautismos por doquier,
iglesias y Santos Padres, todo a caballo y arriba de un tibio cuero de oveja. Pobres
mis padres. Ellos que esperaban en mí la reivindicación de sus torpezas. Ellos
que me trajeron a la escena del mundo para desmentir de a poco sus humildes
pecados de campesinos incultos. Ellos que quisieron para mí los libros y el
saber. No hacían mal. Sólo que no se puede tanto decidir. Parece que no se
puede burlar la Ley. Ya
llevaban brotados de sí otros seis retoños a cuál de todos más bruto. Animales
casi, pobres, los otros. En mí se cifraba, silenciosamente, la promesa de la
inteligencia docta, el indulto de la sabiduría ínclita y proba. Apenas si ellos
mismos lo sabían. Pero no pudieron verlo todo, los pobres. Es que nací séptimo.
Nací como mis hermanos varón. Nací, además, en un campo correntino entre
chanchos degollados, plantas bajas e indomables y caballos de relincho alto,
llamativo y largo. Desde acá la veo a la pobre madre. Viene. Abnegada y sin
talento para la resignación. Es que no puede, no quiere saber que algún martes
lejano, o viernes, levantaré mi deseo crecido como un aullido alto que asustará
hasta la ginebra pensativa o boba de los paisanos del lugar. No necesita, no
cree entender que allá lejos en una noche abierta, azul casi, en un monte
cercano abrevaré en las aguas de la inmundicia o me dejaré crecer la codicia
por el amor más salvaje que pueda en el mundo existir. Mi madre prefiere
desconocer, la pobre, la conozco, que cuando en el cielo y en mí se dibuje,
espejadamente, una luna como un reloj, mi celo de lobo nuevo olvidará su
nombre, su patria, su ternura, su piedad, olvidará mi furia el abecedario
inútil y me treparé sin esfuerzo al lomo frío de una loba en celo como yo, que
desconoceré su esperanza y sus senos colgados de su cuerpo para mí, su leche
tibia y sus manos en gesto amante de caricia, no sabe, pobre, que esquivaré la
plata de una bala justiciera, brasa y vidrio, que saltaré, elástico, que me
suspenderé en el aire, solo, que se pondrán de pie los pelos de todo el cuerpo,
que tendré naturalmente afilados los colmillos ebrios, flamantes, con gula, que
no escucharé, como hoy, que soy bebé, mi nombre encarecido, Benito, llamándome,
que dejaré el suelo en donde alguna vez fui hombre y me prenderé a la parte
yugular de su garganta, y esta vez, pienso ahora que me llama, Benito, y que no
puedo olvidarme de la fatalidad del futuro, esta vez, digo, saltaré y le pediré
sin reparos en su cuello la sangre que este hermoso cerco de libros no me ha sabido
dar.
Cristian, me he encontrado con un relato agradable y descriptivo.
ResponderEliminarEntrega imágenes muy bien logradas,amena lectura.
Lo felicito.