Hace tiempo que en las tramas de la red circula una serie de
fotografías bajo el estentóreo nombre de Los
40 lugares abandonados más bellos del planeta. Y a pesar del ruido un tanto
presuntuoso del título, cabe decir que gran parte de la serie no es para nada ajena
a dos de sus promesas: abandono y belleza. Y, revisando la colección, podríamos
dar alguna precisión: un antiguo esplendor, un presente deterioro, vale decir,
una ruina.
Una casa
abandonada en el desierto de Numidia, con el desierto adentro; un barco
abandonado en aguas australianas, en cuyo casco crecen sin orden el óxido y los
árboles; una estación de trenes abandonada en Cincinnati, con trenes a medio frenar
o a medio partir; un lujoso yate sumergido en las heladas aguas de la
Antártida, y otras imágenes por el estilo, con la misma singularidad: la
belleza de lo caído.
Se piensa primero
en la fascinación del hombre por la ruina. Cómo es que se puede gozar con la
contemplación de un objeto cuya historia no pudo dejar de ser dolorosa. Pero de
este interrogante se ingresa a una constatación, que es lo que concierne mejor
a estas líneas. La confirmación, en parte caprichosa, por cierto, de que lo que
se ha dado en llamar “la literatura occidental”, o peor, “los grandes libros”
de Occidente, cosa que no decimos sin culpa pero decimos, la confirmación,
decía, de que gran parte de esta tradición textual está construida menos de
esplendores que de ruinas. Pasemos lista.
Notemos primero que
el primer recorte lo hace Homero, ya en la puerta de acceso de esta tradición.
Notemos que La Ilíada, en palabras del vate, no contará la gran guerra entre
troyanos y aqueos sino “la cólera de Aquiles” y sus nefastas secuelas. Es
decir, de Aquiles, el de los pies ligeros, del divino Aquiles, importa menos la
virtud guerrera que su ira. Vale decir, su costado vulnerable, tan mortal, esa
parte del cuerpo que Tetis no logró embeber en aguas milagrosas.
Y de Ulises algo
parecido. El poeta ciego, años más tarde, enciende su cámara justo después de
la genialidad del rey lúcido, porque no le interesa su gloria, parece, sino su
descenso, tanto, que podríamos decir que la Odisea es la relación de la
degradación demorada de un rey en mendigo. Y bien sabemos que su victoria
final, su restitución, es la parte más prescindible de la obra, y además dura
poco.
Hay dos grandes
libros que parecen, a primera vista, contradecir esta vaga hipótesis de la
familiaridad de la literatura con las ruinas. Un libro es político, el otro
religioso. El primero de ellos narra la historia de un dudoso héroe que se
escapa del fuego griego para fundar Roma. El segundo, el camino ascendente de
un poeta guiado por otro hasta llegar al Paraíso. Pero la verdad de los textos
es más compleja. De la Eneida, el
primero de los libros, nadie recuerda la tibia victoria final de Eneas sobre
Turno, rey de los rútulos, pero nos resulta inolvidable, por ejemplo, aquel
cuarto libro que relata la tragedia amorosa entre una Reina traicionada y un
Príncipe de dios obediente, el suicidio final de la mujer y la triste,
resignada partida del héroe. El resto cabe menos en una historia de la
literatura que en una de la política. En el caso del libro de Dante sucede algo
similar. Todos recordamos los fragmentos en los que aún se narra la derrota, la
traición, las miserias. Luego, quizá en el mismo momento en que su guía latino,
el lector le suelta la mano. Acaba de entender que el costado más edénico de La Comedia es el Infierno.
Y la lista es
larga. Avancemos unos siglos hasta El
Quijote. No son los heroicos libros de caballería los que han pasado a la
Historia sino su sátira, su parodia, en fin. Alonso Quijano es una ruina de un
pasado glorioso que no existió, o para
decirlo mejor, quizá desde la ética de su lógica, una ruina de sí mismo.
Y yendo más acá lo
tenemos a Kafka, que encuentra a los hombres cuando se vuelven cucaracha; a
Borges, que se degrada hasta un sótano argentino para ver a su muerta; a Rulfo,
que sólo concibe una ciudad de hombres más o menos muertos; a Faulkner, que
relata una nostalgia; a Proust, el de lo perdido, a Joyce, a Conti, a Saer, a
Walsh.
Más allá de los caprichos
de quien esto escribe, hay algo que parece incontrastable. La literatura bebe
más y mejor un vino envejecido que añejo; festeja, si se me permite, menos el
ascenso que la caída. Sus materiales, parece, propende a las ruinas. Claro que
con ellas levanta monumentos más que el bronce perennes.
Excelente, una mirada más que interesante. Para pensar seriamente.
ResponderEliminarGracias, Liliana. La felicidad, dice Borges, se justifica a sí misma. Freud dice algo semejante. Debe ser eso, pienso hoy. Saludos.
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