a todos ellos
De ellos aprendí a ser cobarde. Aprendí a no pedirle nada al
tiempo, y morderlo todo.
Los conocí un viernes a la noche, en un Burdel de la calle
34 en la mareada, oblicua ciudad de La Plata.
Ella trabajaba en el lugar, les cocinaba a las internas. Había
una foto suya en la puerta y por eso entré. Una máscara, claro. Ella no podía
ser cierta, y de hecho no lo era. Él sí. Él sí era tan cierto que de no ser por
su fatiga no se hubieran podido conseguir, según escuché decir, trabajadoras
tan gentiles, abnegadas y voluntariosas para el Lugar.
Los vi de lejos
durante mucho tiempo (de hecho -Ellos no lo saben- yo nunca estuve a su lado,
por problemas que no me es dado tratar aquí), los vi de lejos durante mucho
tiempo, decía, cocinar, besarse en broma, reírse incomprensiblemente y hacer
dinero con alguna facilidad. Él, parece, cebaba buenos mates que Ella rechazaba
con el gesto y tomaba férreamente con la mano.
De Ellos aprendí la indigencia, la perversión, el coraje y
la promiscuidad. El impudor o la impudicia. El descaro. Ah, y la risa.
Las trabajadoras iban y venían, extenuadas, pobres, disfónicas
por los pasillos, mientras Ellos, como gesto de promesa, les eran felices en
sus narices. Era divertido. Los clientes pedían por Ella pero Él salía,
maquinalmente, no sin celos o pena, a explicar en cuatro o cinco palabras, que
Ella estaba ocupada con otro cliente, que era yo, supongo, por lo cual tendrían
que arreglárselas con algunas de las negritas estas jujeñas o catamarqueñas, es
lo mismo, que deambulan semidesnudas por acá, con los pezones cansados, la
cabeza gacha, o irse a otro burdel. Los clientes eran fáciles. O ingenuos. Se
quedaban con la esperanza comprensible pero estúpida de estar algún día a solas
con Ella, algún día, por misericordia del Señor, que era Él, en un cuarto a
solas, con un espejo desvencijado en el techo, una cama demacrada y una flor
olorosa en la mesa de la luz.
Pero Él no tenía
misericordia. Él no era Dios, por qué habría de tenerla, decía, como si eso
fuera un argumento válido, y seguía mirando el fuego azul que calentaba la
pava, con cariño, con alegría fácil, con pensativa dicha, mientras una niña de
quizá doce o trece años se le trepaba por los hombros pidiéndole ternura o algo
de comer.
Fue de Ellos que aprendí a no ser nadie con orgullo. A ser
ambiguo. A combatir los espejismos del desierto y vestirme de negro o usar
desflecadas alpargatas blancas y a quedarme sin pelo. De Ellos aprendí la
importancia de odiar parcialmente al género humano y a ser cordial con los
buenos esclavos.
La historia no
termina acá. El Burdel persiste. La risa se oye aún a la distancia y uno
aprende sin cesar. Yo entro, les miro su cordial indiferencia, su desprecio
afectuoso, su manera de estar. Los observo. Soy el Narrador. De eso vivo.
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