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sábado, 27 de octubre de 2012

El Burdel


a todos ellos

De ellos aprendí a ser cobarde. Aprendí a no pedirle nada al tiempo, y morderlo todo.
    
Los conocí un viernes a la noche, en un Burdel de la calle 34 en la mareada, oblicua ciudad de La Plata. Ella trabajaba en el lugar, les cocinaba a las internas. Había una foto suya en la puerta y por eso entré. Una máscara, claro. Ella no podía ser cierta, y de hecho no lo era. Él sí. Él sí era tan cierto que de no ser por su fatiga no se hubieran podido conseguir, según escuché decir, trabajadoras tan gentiles, abnegadas y voluntariosas para el Lugar.
     Los vi de lejos durante mucho tiempo (de hecho -Ellos no lo saben- yo nunca estuve a su lado, por problemas que no me es dado tratar aquí), los vi de lejos durante mucho tiempo, decía, cocinar, besarse en broma, reírse incomprensiblemente y hacer dinero con alguna facilidad. Él, parece, cebaba buenos mates que Ella rechazaba con el gesto y tomaba férreamente con la mano.

De Ellos aprendí la indigencia, la perversión, el coraje y la promiscuidad. El impudor o la impudicia. El descaro. Ah, y la risa.

Las trabajadoras iban y venían, extenuadas, pobres, disfónicas por los pasillos, mientras Ellos, como gesto de promesa, les eran felices en sus narices. Era divertido. Los clientes pedían por Ella pero Él salía, maquinalmente, no sin celos o pena, a explicar en cuatro o cinco palabras, que Ella estaba ocupada con otro cliente, que era yo, supongo, por lo cual tendrían que arreglárselas con algunas de las negritas estas jujeñas o catamarqueñas, es lo mismo, que deambulan semidesnudas por acá, con los pezones cansados, la cabeza gacha, o irse a otro burdel. Los clientes eran fáciles. O ingenuos. Se quedaban con la esperanza comprensible pero estúpida de estar algún día a solas con Ella, algún día, por misericordia del Señor, que era Él, en un cuarto a solas, con un espejo desvencijado en el techo, una cama demacrada y una flor olorosa en la mesa de la luz.
     Pero Él no tenía misericordia. Él no era Dios, por qué habría de tenerla, decía, como si eso fuera un argumento válido, y seguía mirando el fuego azul que calentaba la pava, con cariño, con alegría fácil, con pensativa dicha, mientras una niña de quizá doce o trece años se le trepaba por los hombros pidiéndole ternura o algo de comer.

Fue de Ellos que aprendí a no ser nadie con orgullo. A ser ambiguo. A combatir los espejismos del desierto y vestirme de negro o usar desflecadas alpargatas blancas y a quedarme sin pelo. De Ellos aprendí la importancia de odiar parcialmente al género humano y a ser cordial con los buenos esclavos.

     La historia no termina acá. El Burdel persiste. La risa se oye aún a la distancia y uno aprende sin cesar. Yo entro, les miro su cordial indiferencia, su desprecio afectuoso, su manera de estar. Los observo. Soy el Narrador. De eso vivo.

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