“Hombre sentado en el aljibe” se llamaba la foto que el tío
Héctor dejó colgada del espejo rectangular del botiquín del baño, allá en su
casona vieja de Francisco Madero. En ella podía verse, sobre la derecha, un
pedazo de agua de charco nuevo sobre la calle de tierra, un palo de la luz mal
recortado sobre el borde izquierdo, un perro blanco, echado, apenas dormido, sucio
de barro, echado en frente, y un paredón de ladrillos rojos musgosos ocupando
la casi totalidad de la imagen. La foto no es fea. Tampoco podría decirse que
es linda. Siempre me costó buscarle adjetivos a las fotos que dejó mi tío. No
es la excepción. Lo que nunca dejaron de hacer conmigo fue impresionarme.
Ponerme en un lugar raro, levemente incómodo, desconocido. Es una foto más,
quizá. Llega y pasa. Parece incluso una foto sobrante, superflua, nimia, que
alguien se olvidó de tirar. Una foto prescindible. Y seguro que para muchos lo
es, como casi todo. Pero la verdad es que para nosotros “Hombre sentado en el
aljibe” nunca pasó inadvertida. Nos mueve y nos encuentra cuando pasamos. Nos pierde
y nos reencuentra de un tirón. Sólo una vez pasé por el botiquín del baño sin
verla. Fue adrede. Una estúpida rebeldía de chico. Hoy daría, hoy doy la vida
por pararme delante y mirar.
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