explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un
barco llevándome
Alejandra Pizarnik
Escribir sobre escribir. ¿No conlleva esto un ejercicio
sublimado de la redundancia, una gimnasia lírica de la renuncia, un eco mítico de
egolatría? Le sospecho a este interrogante parciales verdades, pero también,
agrego, parciales mentiras.
La poetisa
argentino-universal Alejandra Pizarnik contestó, rotunda y brillante, a esta
pregunta. Contestó con otra. ¿Y de qué vamos a escribir los escritores si este,
la escritura, es nuestro mundo? ¿No es acaso esta una verdad? ¿Debe el escritor
que pasa tanto tiempo pretendiendo correrle los velos al misterio de la
escritura hablar de otra cosa? ¿No es ese su tema? ¿No es ese el centro de su
mundo, su núcleo? ¿Por qué (extendiendo la pregunta-defensa de Alejandra)
debería un escritor correrse del centro de sus desvelos para hablar de, quizá, el
sueño de los otros? Claro, se me objetará, tampoco es ese el único mundo de
quien escribe. Un escritor escribe desde algún lugar, hacia algún otro, quizá,
compra sus ordenadores en algún comercio, almuerza con su mujer y sus hijos,
toma cerveza que también compra, hace el amor y lee, fuma, ama y masca chicle.
Sí. Y quizá
muchas cosas más, más profundas como el afecto o los vínculos o la maquinaria
de la política. Pero la pregunta entonces requiere una precisión. ¿Debe un
escritor, necesariamente, hacerse a
un lado de sus incesantes o intermitentes reflexiones sobre el arte de ubicar
bien la palabra para escribir de ese otro mundo que lo circunda o lo abruma o
lo aligera? Y acá la respuesta es no. No se le puede exigir eso. Lo que sí
puede hacer un lector es prescindir de su lectura. Pero este es otro asunto.
Podríamos
preguntarnos por qué, pongamos por caso, el docente, no dicta clases acerca de
su quehacer como docente, sobre el que, pongamos también por caso, ha
reflexionado. ¿Por qué no se vuelve sobre sí mismo en actitud de serpiente o de
perro histérico y se busca la cola? ¿Qué pasaría si lo hiciera? Pasaría que no
podría cumplir con los contenidos curriculares que le manda su materia y curso.
Pero sucede que el escritor, en los mejores casos, no tiene materia ni curso.
Entonces habla sobre lo que le importa, sobre lo que lo muerde, y, durante más
de un siglo, a la literatura le ha interesado mucho hablar de literatura, y más
aún, sobre el proceso de producción de esa literatura.
Porque no siempre
fue así. En los bordes del siglo XX la literatura ha colocado un espejo
sorprendido frente a sí y se ha dedicado a mirarse, a ser curiosa de sí, a
autoespiarse, y a contar lo que el espejo cuenta. La literatura fue, o es, como
una receta de cocina cuyos pasos son aquellos que describen cómo es el proceso
de confección de una receta de cocina. Claro. En el caso anterior el resultado
sería funesto. El hambre. La sin comida. Pero en el caso de la literatura no
pasa lo mismo. Misteriosamente, quizá. Lo que ocurre, eso sí, es que se produce
una sin comida para todo aquel lector cuya vida puede prescindir sin esfuerzo de
saber el proceso interno o externo que llevó a determinado escritor a producir
determinado texto o a la literatura, para ponerlo en términos generales, a
producirse a sí misma.
Pero así
planteado, el dilema es parcialmente falso. Porque lo que ha ocurrido, creo yo,
en los mejores casos, es que la literatura no se ha abstenido de contar el
mundo aún cuando su deseo, o parte de él, esté puesto en los mecanismos que
subyacen a un texto. No hay texto literario que se precie de tal que no hable
del “mundo”, de “lo real”, de lo “exterior”, aunque sea entre comillas, entre
paréntesis, o entrelineas.
Digo más, si
alguien, que puedo ser yo mismo, me apurara, diría que esa es una parte
importante de la historia de la literatura del siglo que pasó (o no). Una
literatura bípeda o bífida que lame con una lengua el mundo y con la otra
pierna se pisa el pie. Una literatura anfibia que no se olvida del agua para
ser terrestre ni de la tierra para nadar. Una literatura que no nos deja sin
comida porque la receta dice cómo hacer un budín de pan a la vez que se
cuestiona las palabras utilizadas para nombrar la leche o el pan.
No. No es un
gesto meramente autocrático ni ombliguista escribir sobre escribir. Porque escribir,
en principio, así como leer, es también la vida. Y además porque toda cosa
puede volverse, si se sabe bien leer, metáfora de otra cosa.
No es una mera
literatura para escritores tampoco. El procedimiento tan usado de volver al
mundo una lengua capaz de hablar acerca de la escritura es un procedimiento tan
válido como cualquier otro, a la vez que, bien usado, hermoso. La resultante es
que las palabras se ahuecan o se rellenan. Vibran, bailan, se mecen. Es una
literatura que nos saca del terreno certero de la unicidad. Una literatura que
dice y piensa el decir. Nada mal. Una
literatura que descree de la confiabilidad ciega de su herramienta. Una
literatura que te enumera los pasos a seguir para acceder, pongamos por caso, a
un budín de pan, a la vez que se vuelve sobre ellos y los mira con reflexión.
Una receta con postdata: “Ojo. Nada de lo que dije es tan cierto como para
pedirte veneración. Ni tan falso como para pedirte perdón.”
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