Noté que me había hecho un hombre una tarde si no me
equivoco de abril. No me interesa fecharla, sería inútil. El tiempo del
calendario siempre me pareció superfluo e irreal. Pero sí me interesa, me
seduce o me atrae, volver fugazmente a aquella tarde fría de otoño en la que
sentí, como una revelación, que yo ya no era el mismo, que no volvería a serlo
y, sin embargo, que nunca más dejaría de ser aquello en que en ese preciso
instante entendía perfectamente que ya empezaba a convertirme. Un hombre. No
quiero recordar la edad que tenía. Creo que tampoco importa. La anécdota es
elemental e insulsa. Una paloma se escapó de mí cuando quise acercarme para
darle el resto de galletita que yo ya no comería. La anécdota es francamente
olvidable, es cierto, si no fuera por el dolor profundo que tal escena se
remontó en mí como un barrilete al que de pronto le llega el viento. Pero eso
sigue sin ser lo que ya veo que me cuesta decir. Lo central no fue la intensidad
del dolor, su cantidad, digamos, sino su signo, su estirpe, su forma, su llaga.
Tuve la certeza, o entendí, si es que me permiten correr a este verbo de su
contenido de conciencia y argumentos, tuve la certeza, digo, de que ese dolor
no era nuevo. La escena era nueva, la novedad estaba en la paloma, la
galletita, la plaza y el frío de la tarde, el dolor, en cambio, era conocido,
familiar, íntimo, propio, constitutivo, esencial. Esa tarde entendí que ser
joven es, en parte, ser nuevo. Ser un hombre es tener en el cuerpo ya todos los
dolores importantes, todo el barro fundacional, un fuego grande y nuclear cuyas
esquirlas volarán según la contingencia del viento. Pero el fuego, en su
totalidad imprescindible, el barro del que finalmente estamos hechos, ya ha
sido amasado. Luego pude comprobar esa revelación por ejemplo cuando mi padre
murió, cuando se nos inundó la casita de Ensenada, cuando sufrí por una chica
que aún lamento, o cada vez que me vuelve el asma. El dolor, entiendo, no nace,
se rehace más bien, reflota, resurge, se impone, remonta. No logro saber,
finalmente, si aquella revelación (al menos ese valor tuvo para mí) es del todo
triste o lleva algo de alegría pensar que ya no habrá Dolores Nuevos. Si se quiere
es como una rara esperanza, una fe. Mientras escribo, ahora, me asaltan
recuerdos tristes (son los que siempre me asaltan, a los felices debo ir a
buscarlos yo), me asaltan, digo, y yo ya soy como un ladrón al que vienen a
robar. Me roban. Pero les conozco las armas.
Uno de tus mejores textos, en mi humilde opinión.
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