Conservo la cabeza de mi otro abuelo en un cajón. No me
interesa el morbo. Tampoco el género policial. No contaré, pues, detalles del
accidente o del proceso químico que me permitió guardar sin escándalo la única
parte de mi abuelo que quise conservar. Lo único que me interesa contar aquí es
que mi abuelo materno fue capataz de estancia. Que engañó toda su vida a su
mujer, a sus hijos y a su amante. Que le gustaban los caballos y transformaba
con habilidad, talento y frialdad a los chanchos en queso, morcilla y pecheras
de un buen salamín. No me interesa hacer pública la causa de mi interés por su
cabeza ni la de mi completo indiferencia por el resto del tronco que quizá aún
hoy guarde alguna cuneta profunda de la ruta provincial número 6. Esto no es un
relato psicológico ni una biografía personal. Si confieso que guardo su cabeza
en un cajón es porque a veces uno necesita contar. Nada más. Tampoco voy a
ahondar en esa necesidad. Mi abuelo materno descansa en paz. Créanlo. Su cabeza
mira hacia arriba como un dandy y es como si no le faltara el cuerpo. Los ojos
verdes tiene. Hermosos. Cogió mucho antes de morir y murió a 160 Km por hora. ¿Qué más
quería? No es esto tampoco un retrato moral. Sencillamente hoy revisé el cajón
de mi mesa de luz y me dije: para algo debe servir. Y ya llevo escritas quizá más
de doscientas palabras. Mucho más de lo que duró la muerte, el polvo previo, el
llanto póstumo, la frenada tarde, la ausencia muda, la palabra desierto.
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