Hoy aproveché el sol de la mañana y el ocio para lavar el
auto. Lo subí a la vereda inclinada, saqué un par de baldes, cepillo y
detergente, y empezó la faena. Adentro, mientras lavaba, cantaba despiadadamente
Edith Piaf. Apenas podía escucharla, eso sí, puesto que por razones obvias las
puertas permanecieron cerradas. Pero el azar quiso algo. Cuando el primer estadío
de los baldazos fue concluido y la puerta del conductor fue abierta, sonaba “La
foule”, esa versión francesa de la melodía de la sudamericana “Amor de mis
amores”. Una canción exigente, rápida, consonántica, fricativa, aguda, pulmonar,
para que la cante Piaf. Pero, decía, el azar quiso algo. Cuando fue el momento
de pasarle el trapo al costado de la puerta adonde el agua no había llegado, y
mi oreja se hallaba muy cerca del parlante por donde “La foule” salía, la canción
terminó. Pero no terminó como terminaba siempre, es decir, perfecta. Terminó,
curiosamente, con una Piaf cuyo aire, sensiblemente, apenas alcanzó a
pronunciar las últimas sílabas. Casi con fatiga terminó, con los pulmones
achatados, con el abdomen apretado, seguramente, quizá hasta con la cara
enrojecida. Cómo podía ser. La máquina Piaf con la aguja de la gasolina en la
zona roja. O mejor. La máquina Piaf humana. La máquina Piaf mostrando de cerca
sus grietas, su capot abierto, el latido del motor. Y no fue una decepción. No.
Tampoco todo lo contrario. Fue una pequeña revelación, una explicación de la
fascinación que antes y después de esta mañana me ha despertado y me seguirá
despertando Edith Piaf. La comprensión, entendí, vino por el lado de la
imperfección, del vidrio rallado, de la baldosa floja. Entender que lo perfecto
se admira, pero que lo imperfecto fascina. Eso era. Haberle escuchado esa casi falta
de aire al monumento de la Piaf
era entender que, si me fascinaba, era justamente porque no era un monumento. Entender
que la admiración es una disposición subjetiva ante un objeto al que le
reconocemos racionalmente cualidades quizá insuperables, apolíneas, áureas. Pero
que la fascinación es otra cosa. Aquí la disposición es menos racional que
sensible o carnal. Y no hay fascinación si no hay grieta, poro, rajadura o raspón.
Tampoco si todo lo es. Sería entonces, otro tipo de perfección. Una perfección
al revés. La fascinación es una emoción que produce la aspiración fracasada de
lo perfecto. Esa hermosura fascina, desarma, desnuda. La admiración, en cambio,
es una admisión de dones. Nada mal, claro. Pero acá no sufre el cuerpo.
Fascinar es prender fuego. Calcinar. Cerrar momentáneamente las puertas del
intelecto y trasportar. Claro, dirán, uno quisiera ser admirado y encima que se
fascinen. Cosa de locos. Hay que cerrar las puertas del auto y olvidar a la
Piaf. Por un momento dejar de buscarse en
esa cima imperfecta pero alta y arrastrase como cangrejos y rezar porque sea
larga la vida. Como un tajo interminable de pollera.
Maravilloso: lo imperfecto fascina. Uffffffffff, qué alivio. Lo perfecto es tan lejano, tan inasequible, que termina siendo desechado. En cambio lo imperfecto, atrapa, succiona, te da un beso de lengua que te deja sin aire, como la Piaf, grandiosa, deshecha, desmoronada y ascendiendo el Everest. Chapeau!!!!!.
ResponderEliminarpor suerte que lo imperfecto fascina !! el mejor ejemplo, creo, es el de maria callas que sigue fascinando a tantos amantes de la cancion lirica.
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