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miércoles, 31 de octubre de 2012

La Deolinda


Ella anduvo los desiertos sanjuaninos entre el dulce lento de los higos y los clavos de las tunas. Con el miedo andaba, y el furor debatidos. Fue por sombras de algarrobos, tierra seca, sol, espejismos de lagunas. Caminaba como un perro tras un rastro imperceptible como quien prefiere la muerte seria a la vida sin ladridos. Rezaba, a su modo, a la Virgen Madre, la Virgen de la Lengua. Sentía en los pies un cielo maduro, crecido, viejo, amarillo, que le llegaba como el infierno a la boca. No tuvo saliva casi cuando quiso tararear. En la arena dejó escrita una palabra larga cuyo valor no quiso quedarse a meditar. Era una fe casi sexual la que la llevaba a la niña, incauta como una lanza, a la tardanza postergada del bien morir. No estaba más cerca que su rancho, ahora, la sombra rara del Baudillo. No era La Rioja aquella tierra que asomaba su promesa detrás del último algarrobo. En la espalda, es cierto, le colgaba inexplicablemente un hijo. Y el agua siempre es poca aunque quizá esa sea toda. Dicen que no fue la sed lo que la mató a la Deolinda Correa. Dicen que bien saben los chimangos que no fue poca la leche póstuma que chupó el recién venido. Yo me inclino hacia su imagen como a la Virgen de la Ironía. Yo soy Virgen. Soy Madre. Como ella amamanto muerta una criatura que quién sabe si recogerá la leyenda.

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