a la mano que la mueve
La tiza blanca atravesaba sin prisa ni demora la superficie negra y lisa del pizarrón. Detrás de sí un polvo blanco como una cola de luna iba quedándose en la madera con aire de nostalgia anticipada. La tiza avanzaba dejando detrás de sí un dibujo lento, prolijo, módico, con una rara fe. A veces aquel mínimo relieve blanco como arena tenía un camino inhóspito por recorrer. Otras veces debía pasar por encima de sí mismo, de su pasado inmediato, y lo hacía con decidida indiferencia. Pocas veces, con un esfuerzo casi antinatural, desconsoladoramente, la tiza debía elevarse en el aire, abandonar el suelo negro en donde se dejaba, trepar hasta un cielo sin garantías, para avanzar ciegamente un espacio de flotación y caer, y volver a dejar la marca del contraste, a crear una huella de polvo nuevo y viejo en un rectángulo negro en la pared. Luego el mecanismo se repetía y un disimulado fervor en el corazón la encaminaba nuevamente a otros dibujos y otras líneas paralelas o superpuestas. Su camino era sinuoso. Marchaba en ondas como por un camino de cornisas. Y no caía, aunque una nostalgia creciente le crecía como una tristeza nativa. Ella no sabía el valor de su trazo. Desconocía la esperanza que la movía, el desasosiego que la llevaba. Sólo sabía que la materia de sus dones le iba costando lentamente, poco a poco, línea a línea, con gallarda renuncia o heroico estoicismo, la propia extensión.
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