Esa tarde blanca frente al río verde y transparente, bajo un sol oblicuo y naranja que ganaba en esfericidad conforme descendía, sentado sobre la arena apenas húmeda que heredaba su lasitud y su llanura del vaivén quieto de las aguas, esa tarde opaca o turbia de marzo, junto a los lentos cuencos pequeños y móviles que dibujaban las aguas sin prisa ni objeto, frente al monte verde inmóvil que llamaban la isla, esa tarde de otoño reciente y antiguo, en la soledad de la costa teñida de humedad intermitente con más pájaros que hombres, envuelto en el murmullo silencioso de tan inexpresivo de las aguas ondulantes y reiterativas del río, con los pies desnudos contra un viento consuetudinario y neutral, esa tarde respirada sin relieve ni crispación, sin forma, atado a la inmovilidad hormigueante por un placer que le nadaba mucho más abajo del vientre, seducido sin saber por una calma sin dioses ni demonios, acomodado sin deseos a una voluntad involuntaria emergida del agua, mirando el río desapasionado sin ver otro cosa que una nada verde oscura, volcado o vuelto hacia una mismidad levemente gozosa que quizá le bajaba de los dispersos árboles o le trepaba de la cambiante arena, esa tarde de placer inocuo en que algo dejaba de chillar, de pedir, de rezar, de olvidar, de entender, de rogar, de decir, de no olvidar, de querer, de sentir, de llamar, de correr, de suplicar, de volver, de soplar, de esperar, de esperar, de esperar, esa tarde, anclado a una voz de arrullo que en silencio pedía callar, rondado de sí como de un agua mayor, esa tarde, lenta como una pared inmensa, cayó encima de sí, como una canción de cuna, como una luna imprevista, como la noche, como un río que empieza a nadar adentro, una revelación lenta y fulminante, quizá fatal: el presente.
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