Lorena lleva un niño en la panza. Se mueve. Hace más de treinta años que lo lleva. No crece. Ella lo olvida ni bien traspone la puerta de su cuarto. Y sale. Afuera, Lorena es una mujer común. Lorena compra, trabaja, estudia, da clases en la Universidad. No difiere demasiado, en suma, de las otra lorenas que cruza. Anda. Es de tez mate y pelo casi negro. Ríe para saludar y abraza con todo el cuerpo cuando quiere. Es baja y tiende a ser hermosa con el tiempo. La sonrisa le queda alta cuando es cierta. Yo la conocí en un accidente. Íbamos uno en cada uno de los autos embestidos. Nadie había tenido del todo la culpa y nos disculpamos y nos perdonamos sin demoras el uno al otro. No sé qué cosas pasaron en el medio pero un día me mostró un lunar chiquito en el hombro izquierdo. Nunca más dejamos de vernos o añorarnos. Fue mucho. Hace años que no la veo. Yo le vi el niño que ella ocultaba debajo del nombre. No le pregunté nada porque le intuí la vergüenza. Hace muchos años que lo tengo, me dijo, y no crece, ni termina de entrar o salir. El médico me dijo que ya estaba en fecha pero de esto hace ya unos cuantos años. Lorena terminó de ser hermosa una tarde de Septiembre. Después de un mate verde con globitos. Me acuerdo que escribía. Con el niño adentro. En su cuarto pintado de niño. Con chiches en la mesita de luz. Con la luz prendida de noche. A solas escribe. Un día me confesó. Yo no escribo, dijo, el que escribe es el niño que no nace. Yo sólo firmo lo que él me desordena.
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