a los muertos de mi felicidad
a quienes juegan el juego
El juego consiste en ir hasta la línea y volver. Sin pisarla. Es algo si se quiere estúpido pero uno se entretiene. En mi pueblo casi todos lo jugamos, aunque se juega solo. Todos sabemos que, detrás de cada tapial, hay por lo menos alguien jugando al “Omero” (el nombre le quedó por una inofensiva fábula local que le atribuye la paternidad). No importa de donde arranques, importa que camines, que trotes o que corras (los más temerarios) hasta llegar a la línea y no pisarla. Nadie gana. Si la pasás perdés. Se juega solo, ya lo dije. Nunca falta el curioso que se asoma a los ladrillos de tu tapia y te mira jugar esa especie de solitario sin premio y se divierte de tu temor o se admira de tu osadía. Hay quienes lo juegan, dicen, con los ojos tapados. La mayoría ha muerto, dicen también, o se han metido en el mar sin sacarse la ropa. El centenar de personas comunes que lo jugamos a solas y en los ratos libres miramos bien de calcular el paso y frenar a tiempo, mucho antes de la línea. Se cuentan historias, es cierto, de gente que ha traspuesto la raya (o “quicio”), pero no entraré en habladurías. Lo cierto es que yo les temo y envidio el coraje a esos hombres y mujeres que, dicen, se vendan los ojos y corren como ménades. Esos tarde o temprano pierden. ¿Pierden? El resto no. Meramente nunca ganamos.
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