“A”, dije. No, no está. Sobre una hoja blanca ya estaba preparada la horca azul y sencilla desde mucho antes de que el juego empezara. El mecanismo estaba representado puerilmente por una línea vertical de unos cinco centímetros que hacía vértice con una más pequeña horizontal, de unos dos centímetros, y volvía a caer luego con otra vertical de tamaño similar a la anterior. Esta última representaba la cuerda resistente desde donde mi cuerpo se iría dibujando, letra por letra, hasta quedar, si Dios quería, ahorcado. La “A” no está, volvió a decir ella ante mi lógica incredulidad, y con trazo firme y rápido trazó un círculo pequeño que figuraba mi cabeza sin rasgos descendiendo de la cuerda rígida que pendía de la horca. A mi cuerpo lo iría dibujando ella con lápiz. La horca era de tinta. Era fija, los cuerpos no. Los hombres colgados se parecían mucho, eran casi universales en su esencialidad de grafito, aunque el ahorcado fuese siempre nuevo. Cada error, a medida que pasaban las letras, las palabras, un muerto nuevo. Pero igual. “E”, lancé. No, no está. Y una línea perpendicular al suelo cayó desde la cabeza, simple, para componerme el torso. Estaba desnudo. Me arriesgué con algunas consonantes y no, tampoco. Un brazo, otro brazo, una pierna. Era raro pero no. Ni la “C”, ni la “S”, ni la “B”. ¿Iría con “v” corta? No. Y entonces la otra pierna. Y ya tenía, me dijo, no sin fervor, el cuerpo completo. Otro error y trazaría una recta paralela al lado inferior de la hoja, pequeña, pero sobre la garganta. Tuve la impresión por otro lado obvia de que no había palabra detrás del enigma. Supe, quiero decir, que más que enigma era trampa. Que era una trampa verbal de ella. Que no podía ser que en tantas oportunidades no haya acertado una sola letra. Que aquella línea discontinua que ella había trazado al costado de la horca y sobre la cual yo debería ir poniendo, letra tras letra, una palabra de nuestro idioma era un gran vacío sin signos posibles, sin posibilidades de éxito ni salvación. Ella me miraba la vacilación. No sin sorna me atajaba la mirada. Yo ya hacía tiempo había desistido de la esperanza. De todos modos, y sin dejar de mirar la hoja en blanco con un hombre al que sólo le faltaba el nudo de la cuerda, solté otra letra.
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