Lorena murió despacito. Con un sufrimiento de alga o agua de río lento. Iba por la calle juntando hojitas. Esperaba una señal y estiraba la mano hacia arriba o pegaba un breve saltito. A veces se le escapaban y no volvía. Las dejaba para la vuelta. Murió selecta, unánime, monótona, invisible. A paso corto y bajo con menos llegadas que salidas. Caminaba por una calle múltiple de La Plata. Cruzaba la calle si le interesaba una hoja distinta. O seguía si quería una igual. La manito blanca y nueva se le llenaba de verde. Ella les sacaba el cabito para borrarles el origen. Si la hoja era muy alta o el árbol muy nuevo seguía por la vereda acanalada o lisa. Cuántas hojas tendría ya, se preguntaba sin convicción. Cuántas hojas hacen falta para ser selva. Cuántas hojas de diferencia tienen un árbol, un bosque o un monte, se preguntaba sin esperar. Sin esperarse. Lorena iba adelante y detrás de sí. Hablaba para adentro, también. Caminaba sin nadie, también. Iban tan solas. Daban saltitos para nada. Para nadie. Juntaban hojas.
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