a las palomitas
a los pájaros ausentes
En un punto fue una experiencia fundante. Fue en un banco de Plaza de Mayo. Al lado mío, enseñándome, estaba mi abuela. Me enseñaba a arrimar las palomitas grises y blancas a mis pies. Tirales la cascarita, hijo. Tirales la cascarita. El pan lo traíamos de casa. De la casa de mi tía, quiero decir, en donde pasábamos esas vacaciones de verano hace mucho tiempo. Tirales la cascarita que les gusta, repetía. A la miga me la comía yo. O se la daba a la abuela para guardarla y hacer no sé qué postre cuando llegáramos. Tirales la cascarita, hijo, decía incansable la pobre abuela. Y digo que fue una experiencia fundante porque cada dos por tres me voy a Plaza de Mayo a repetir como una fatalidad el ritual que empezó una tarde de la mano de mi abuela. No sé si lo hago para recordarla, para excusarme de la herejía cristiana de tirar el pan (puesto que a mí no me gusta la cáscara dura pero no me animo a tirarla), o para sentir el olor cálido y sucio de las palomas mansas y hambrientas al lado de mis pies. No lo sé. Lo cierto es que vuelvo a hacerlo de vez en cuando. Claro que es un viaje. Me voy al Centro. Ya en un banco, comienzo el ritual. Descascaro el pan, arrojo las cascaritas en las baldosas de la Plaza y me como la miga que ellas no prefieren. Tirales la cascarita, hijo, me acuerdo. Y la abuela tenía razón, aunque, quizá por suerte, como siempre, no toda. Un par de veces he probado, como un desafío tal vez, arrojarles el pan entero. Lo primero que comen, compruebo, es la cascarita. A la miga, si pueden, la dejan para vaya a saber qué otra pájaro ausente. También es cierto que algunas palomas llegan con hambre y se comen el pan entero o, incluso, las hay (esto lo he comprobado alguna vez) las que prefieren la miga. En fin. Cosas de chico. Cosas banales que a veces recuerdo para olvidar.
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