Esperaba la próxima ola. Dejaría que la atraviese o la pasaría por arriba. La mañana le daba el tiempo y la claridad. Esperaba un salto desigual de agua en los comienzos o los confines del mar. Le bebería la sal o se pondría de espaldas para sentirle la fuerza descorazonada. La mañana casi era más larga que el mar. A la mente le vinieron muchas palabras que descartó. Hacía un tiempo que había logrado estirar los hilos que van de la mano al corazón. Le quedaba lejos la pena de las hojas. En la cima desatenta del cielo un sol brutalmente vertical se ennegreció ligeramente por el paso desinteresado de doce pájaros más o menos en forma de v. Lorena esperaba una ola grande. Una ola más grande que la anterior. Pondría la mano venosa como un cuenco hacia arriba para que algo de la ola no se vuelque en la indiferencia del agua o cerraría los puños llenos de codicia para vengar la tardanza. El sol ajeno se hizo lentamente visible delante de sí. Lorena esperaba una ola grandiosa que la dejara otra. Abriría la boca hambrienta para bañarse el estómago con el agua del mundo o cerraría los ojos avaros para negarle su visión. La tarde arriba se ponía sin éxito ni fracaso. Silenciosamente le molestó su apatía. Se adelantó unos pasos por el agua. El mar le quitó sin querer dos senos hermosos y blancos. El sol no quería nada cuando cruzó la línea insensible del horizonte. La puesta es insensata, pensó. Como un espejismo de nieve en altamar. La puesta es insensata. La noche le encontró un pájaro oscuro bebiéndole los bucles rojos de las sienes y la garganta. Lorena esperaba una ola grande. Más grande que la anterior. Lorena murió de frente. De noche. Con un cigarro encendido en la boca.
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